Lo había perdido todo, otra vez. Tenía treintaitantos, pero a esas alturas ya me sentía como un veterano. Un perdedor profesional. El Rembrandt del fracaso.
Sofía se hartó de mí —como lo hacen todas—, y se llevó consigo los libros y al perro. Es decir, todo. Al menos los libros los llevaba puestos, habitantes del librero de mi mente. Esos ya no importaban. Pero lo del perro si me dolió. Se llamaba Aspirino, y era feo como su nombre. Aspirino, perro sin raza de ojos comprensivos, que te miraba sin juzgar, y que era feliz con tu mera compañía y unos huesos de pollo. Solíamos sentarnos en la escalinata de la casa a ver a la gente pasar, y nadie nos volteaba a ver, por feos, pero en aquella fealdad compartida estábamos acompañados. Juzgábamos a la gente que pasaba, y les inventábamos historias probablemente más interesantes que sus insípidas vidas.
“¿Ya viste a esa señora, Aspirino? Dicen que de joven era actriz, y que era guapísima. Que anduvo con Andrés García…”. Aspirino la miraba con cara de mira, quien lo diría, y así nos pasábamos la tarde.
Aspirino ya no estaba y no tuve con quien sentarme en la escalinata. ¿Me extrañaría también? Al principio, tal vez. Después quién sabe, una nueva mano lo acariciará y habrá comida mejor, viajes mejores y juguetes mejores. Un dueño mejor, sin duda. Quizás también le cambiarán el nombre por uno mejor. El show debe seguir, ¿no, Aspirino?
Bajé a caminar al parque donde acostumbrábamos pasear, y un par de vecinos me preguntaron por él. Me dio gusto que se notara su ausencia. Me pregunté si la mía se notaría. ¿Alguien le preguntaría a Aspirino por mí?
Por alguna razón el tiempo libre del fin de semana se anticipaba insoportable, y eso que apenas era viernes. No tenía nadie con quien salir, todos mis conocidos estaban ya casados y con hijos, y los que no, en prisión o muertos. Como siempre, era un rezagado.
En otra época hubiera llamado a alguna chica fácil conocida con quien emborracharme y acurrucarme, pero siempre amanecía odiándome y de paso odiándola a ella. Hasta los vicios pierden su encanto.
Comenzó a oscurecer, y una música bohemia llamó mi atención a una calle cercana del centro que se antojaba apropiada para mi estado. Lo que fuera menos estar a solas en casa, con todos esos recuerdos y ausencias.
Desde que tengo memoria he romantizado la imagen del hombre afligido, sentado en la barra de un bar, emborrachándose, contándole su historia de vida al barman, y rechazando ofrecimientos de putas. Lo fantaseaba porque lo había visto y leído por años en películas y libros, y mi fantasía adquiría un aroma maravillosamente lírico. Pero como la mayoría de las cosas, en la vida real era patético. El barman es usualmente un tipo fastidiado, que odia su trabajo y que preferiría estar en cualquier otro lugar. Las putas me daban tristeza por alguna razón, y la música —casi siempre terrible— no te dejaba escuchar ni tus propios pensamientos.
Caminé sin prisa por la calle. Me asomaba dentro de los locales en busca de quien sabe qué. Los había cavernosos, festivos, vacíos y populares, de cada uno exudaba un tipo de música y ambiente diferente; en algunos había risas, en otros risitas, en otros carcajadas, otros eran para parejas, otros para amigos, otros para amantes.
No muy lejos de ahí había un bar que me gustaba. No era de mala muerte ni tampoco era pretencioso. La música era buena, y cada quien manejaba sus propios asuntos. Creo que se llamaba Gallo Sabio.
A pesar de la hora —no pasaba de las ocho— el lugar estaba casi lleno. Había nada más dos mesas desocupadas. Tomé una. Detrás de mí había un grupo de chicas jóvenes de esas que se ríen por todo, y del otro lado una pareja a minutos del motel.
Se acercó una mesera de cara poco amigable —que compensaba con un descomunal escote— y le pedí una cerveza. Encendí un cigarrillo y me relajé. La música de la rocola no estaba tan mal. Sonaba “Heaven knows Im miserable now”de The Smiths.
Me quedé mirando a las otras mesas, inventándoles historias probablemente más interesantes que sus insípidas realidades.
Mira Aspirino, ¿ves ésa mesa? La de las dos chicas y el joven. La morena de los ojos enormes está profundamente enamorada del tipo, ¿si ves cómo lo mira? Pero él está enamorado de la otra chica, la flaquita del flequito. La tragedia es que la flaquita nunca le hará caso, ni él a la chica de los ojos enormes. Desperdicio por todos lados.
Pedí un whiskey y le solicité a la mesera que los hiciera fluir.
Mira Aspirino, ¿ves ésa mesa? La de la esquina, casi en la penumbra. Son amantes, se ven aquí porque saben que nadie conocido los encontrará. ¿Si ves cómo cuchichean? Tan sospechosos. Sin duda planean dejar a sus esposos y escaparse juntos. Lejos. Pronto. Muy pronto. Ojalá no se les pasen las ganas. Deberían quedarse mejor así. ¿No crees? Como amantes no se les acabará la emoción, ni el deseo, como se les acabó con sus respectivos esposos. El tiempo lo mata todo.
El whiskey atizaba mis historias, cada vez más rebuscadas. Pasó el rato, pudo ser una hora, o cuatro, quien sabe. Fui al baño y tuve que cerrar un ojo frente al espejo para verme de una pieza y no estrellarme con la pared. Me veía terrible, como siempre. Regresé a la mesa en zigzag.
Ya no alcanzaba para otro whiskey. Solo me quedó contemplar. Mejor dicho, anhelar.
En las otras mesas había amor, y risas, y anécdotas, y amigos, y aquellas sonrisas y manos tomadas y miradas deseosas me parecieron obscenas en su pureza. Yo las había tenido, y hoy no las tenía, pero algún día las volvería a tener.
Me hubiera gustado que me invitaran a alguna de las mesas y tener con quien compartir, pero nadie me invitó. Como siempre.
Me di cuenta de que no me había cambiado desde que salí al parque. Llevaba unos pantalones deslavados, como yo, una playera que decía “ROCKSTARS NEVER DIE”, y unos converse rotos. ¿Qué me pasó? En el pasado nunca salía de casa sin ducharme y vestirme para la ocasión. Bien perfumadito y combinadito. Uno no sabe lo que pueda pasar. Generalmente no pasaba nada.
Hoy no importaba. Ni siquiera me sentía melancólico. Sofía ya no estaba y eso era así. El whiskey es siempre un buen amigo, y me sentí pleno en mi soledad. Si algo me habían enseñado los días malos —y vaya que se me arrimaban seguido—, es que uno no se muere. Al día siguiente había que volver a levantarse, ponerse calcetines, desayunar y hacer lo que se tuviera que hacer. Hoy era un día más, y habría más así.
No pasó nada, como siempre.