Hay un momento específico durante el siglo XX en el que se observa una contundente relación del Arte con la Gastronomía y ese sucedió dentro de las acciones emprendidas durante la década del 60/70 del siglo pasado por el movimiento Eat Art, una rama del arte contemporáneo que de manera muy genérica planteó la necesidad de intervenir los lenguajes artísticos haciendo uso de la comida, entre otras cosas, por su casi inagotable caudal de recursos técnicos y sobre todo, porque permitiría a los artistas generar una ruptura sensorial. Ocuparse del gusto, el más menospreciado sentido dentro de las artes.
Desde luego, el Eat Art no fue el primer intento de acercar la comida con el arte, pero sería necio marcar una genealogía: la obra del renacentista Giuseppe Arcimboldo y toda la pintura de bodegones del siglo XVII (sobre todo Sánchez Cotán y los maestros flamencos) nos hablan de una primitiva vinculación de la comida con la pintura que sin embargo sólo quedó en aspectos temáticos y formales. Por otro lado, las vanguardias históricas, sobre todo el Futurismo y Dadá tuvieron sus propias propuestas “culinarias” que también sirvieron como vaso comunicante con el arte contemporáneo. Reivindicar las posibilidades y potencialidad del gusto, se convierte en una revolución plástica aunque parezca un acto trivial. De hecho, un giro epistémico que al paso de los años ha sido muy relevante para la misma gastronomía. Hay que recordar que desde los griegos, el gusto se ha considerado estéticamente un sentido inferior a la vista y al oído (sentidos propios de las “artes mayores”). Para entenderlo: por muy delicioso que fuera un producto, por más penetrante que fuera su olor, nunca podría competir en categorías artísticas contra una obra teatral, un concierto o una obra maestra de la arquitectura. Al dotar de una conceptualización teórica de la comida como arte, el Eat Art también nos previene contra esa generalización tan extendida en el mundillo gastronómico de que la comida per se es una obra de arte o inclusive, una obra maestra.
Resulta necesario recalcar que el Eat Art, aunque hace referencia a un “arte comestible”, no tiene nada que ver con las tendencias culinarias llamadas “de vanguardia” que desde el ocaso de la gastronomía molecular van desfilando en las pasarelas de los grandes restaurantes y en las propuestas de chefs famosos. La cocina al alto vacío, el ascenso de la llamada neurogastronomía y otros experimentos sinestésicos exploran un universo de gran contenido visual que fácilmente cautiva. Pero en la episteme artística de la cocina, lo que el Eat Art asentó es que los platillos son los que deben modificarse para allegar fines vanguardistas y no los chefs quienes usen el arte para formar tendencias culinarias. Cuando se propone la reproducción de una obra maestra, la Mona Lisa, por ejemplo, con pasta, diversos tipos de quesos maduros o a través del montaje de precisos cortes de vegetales, acudimos a una forma muy pulcra de perfeccionismo y virtuosismo pero, parecerían recordarnos los artistas del Eat Art, no al arte.
En su propuesta podemos deducir que en realidad, el arte se presenta bajo un acercamiento metafórico a la comida. De hecho existe un término teórico que mejor lo explica: la parte artística de la comida siempre son “antidietas”, concepto acuñado por Cecilia Novero para explicar las funciones retóricas de lo comestible en un contexto artístico de vanguardia [cfr. Novero, Antidiets of the Avant-Garde. From Futurist Cooking to Eat Art, Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 2010].
Esto se entiende a cabalidad al analizar lo que los artistas del Eat Art (Daniel Spoerri, Hermann Nitsch, Marcel Brooodthaers, Antoni Miranda, entre otros) plantearon en sus primeras obras: menús muy elaborados, mezclas de sabores y texturas que pese al rótulo de su movimiento no estaban destinadas a consumirse sino a transmitir un discurso muy particular de lo que la comida y su materialidad pueden ser. Incluso, como sucede con Nitsch, resultan puestas en escena de “comidas” grotescas, escatológicas y visualmente agresivas que nos dejan una profunda conmoción de los antivalores que también sustenta la comida y la alta cocina en particular. Esa forma iconoclasta y satírica para con los valores de una sociedad burguesa (esencialmente la gastronomía es un producto burgués por antonomasia) ya había sido usada y sacudida por el dadaísmo. Marinetti había promovido una “carne plástica” que jugaba, cuarenta años antes que el Eat Art con el sentido metafórico e incluso poético de los alimentos, pero con el Eat Art se avanzó en un concepto más integrador. La cocina como un escenario, como un proveedor de lenguajes y discursos, de objetos e instalaciones que no habían sido explorados. Un verdadero diálogo con las artes, pero también, con la gastronomía misma.
Esta vuelta de tuerca a las relaciones entre lo que es estrictamente comestible y lo que resulta solo una metáfora se podría explicar a partir de un binomio más o menos irrefutable. Cuando se dan grandes contenidos metafóricos, la propuesta goza de gran contenido artístico pero difícilmente será comestible; incluso será imposible comerlo. La sentencia actúa en sentido contrario: si el contenido comestible es alto, su propia naturaleza nutricia hará imposible que se puedan experimentar más elementos artísticos. La resolución de este binomio acarrea salidas fáciles. Asumir que un platillo bien montado por su calidad visual es artístico o negar tajante que la comida pueda ser un arte ante la carencia de valores estéticos transcendentes.
El Eat Art, pese a ya no practicarse con la misma energía que hace cincuenta años, permite usar sus conceptos y propuestas como una suerte de diálogo que enriquece la práctica gastronómica. El diálogo está en su propio contexto. Cuando Spoerri comenzaba sus tableaux pièges en Francia surgía el movimiento gastronómico de la Nouvelle cuisine. Esta corriente culinaria, apelaba a una refundación de los modos de hacer gastronomía y apostó por una mezcla cultural, una serie de insumos más saludables y la mezcla de técnicas orientales con las clásicas de la gastronomía francesa. El Eat Art no buscaba un fenómeno nutricio sino una vuelta de tuerca en los lenguajes del arte contemporáneo, apropiándose de la gastronomía e introduciéndola en el mundillo cultural. Entonces, ¿cómo se articuló el diálogo que se señala más arriba? La respuesta es que ambas propuestas nos hablan de la urgencia de hacer cambios en el modo de hacer gastronomía, y de cómo el Arte podía revitalizar una actividad aparentemente ajena a lo artístico.
Bajo esas circunstancias podríamos definir al Eat Art como una propuesta de contenido intervencionista, cuya meta sería modificar un objeto o su cotidianidad para dotarlo de carácter artístico. Daniel Spoerri, el más visible miembro de la corriente, organizó en 1961 un banquete como performance de una exposición suya, cuya idea central era que con las sobras del ágape se montarían pequeñas instalaciones artísticas, sus famosos tableaux–pièges (el montaje de una mesa con una composición tridimensional, que luego era recortada y colocada en una pared como si se tratara de un cuadro). Spoerri de hecho, mantuvo su propio restaurante entre 1968 y 1972 en Düsseldorf, Alemania, pero como nos recuerda Yves Michaud [“¿Cocinar lo inmaterial?”, Disturbis, no. 12, 2012], no con fines culinarios, sino que “funcionaría como galería, lugar de producción de los tableaux–pièges, lugar de encuentro para artistas e intelectuales y vitrina de la vanguardia”.
La idea como se ve resultaba genial. Los artistas podían experimentar con nuevos lenguajes plásticos y deslizar ahí críticas muy fuertes al consumo, al materialismo y a otros ideales de la vida burguesa, en tanto los chefs avisados podían entender que no es necesario seguir un modelo de montaje y de creación estricto sino dar rienda suelta a la creatividad, basándose en todo momento en premisas ya ensayadas por artistas plásticos. Sin embargo no todo resultó fructífero ni fue fácil. A la larga, el problema de elevar la comida a un estándar artístico puso en evidencia el peso específico de lidiar con los problemas inherentes a la comida. Spoerri, pero sobre todo Marcel Brooodthaers, bien pronto comenzó a notar que al usar productos perecederos conseguían nuevas expresiones e ideas conceptuales, pero se volvía especialmente complejo su manejo museístico (¿cómo hacer la curaduría de carne?, por ejemplo), incluso su gestión dentro de sus propias galerías-restaurantes. Por tanto, el movimiento decantó en apostar por el aspecto estético, que no debe confundirse con la presentación (al ser un elemento visual atentaría contra sus propios principios como movimiento), sino con la Creación de una categoría de apreciación artística propia.
A finales de los setenta, el Eat Art comenzó a decaer frente a otros movimientos contemporáneos como el arte conceptual, la expansión del arte pop y el arte políticamente comprometido en Nuestra América. Los antiguos artistas-restauranteros comezaron a abandonar sus experimentos, pero ya habían dejado la semilla sumamente fructífera para la gastronomía contemporánea de que el arte y la gastronomía tienen un punto de encuentro en el aspecto estético, en la ponderación de la belleza implícita del acto de cocinar, de comer, de mostrar los alimentos y de referir una apreciación artística después del consumo. Si los chefs engolosinados en sus propias imágenes públicas y pasarelas-restaurantes apelaran más a este diálogo, los resultados de su práctica serían más interesantes sin duda alguna. Los frutos de esta relación, aún poco estudiados y no justipreciados por los chefs como se debiera, señalaron nuevas rutas de encuentro y diálogo entre el Arte y la Cocina. Nos hizo voltear a ver el contenido estético, a propugnar por una nueva forma de apreciación, y sobre todo, al llevar a la gastronomía a ese lindero donde estética choca con la ética y entonces, la gastronomía deja de ser un asunto mundano sino creativo. En suma, gracias al Eat Art y sus experimentos de hace más de cincuenta años, los involucrados en la gastronomía podemos comprender toda la dimensión de lo que significa Ser Contemporáneo para hacer no sólo gastronomías artísticas sino sobre todo, ante todo, contemporáneas: es decir hijas de su tiempo.