La semana pasada me indigné. Me pasa a menudo. Empecé tres libros y no llegué ni a la tercera página. Decía en Facebook: «Os voy a freír, sinvergüenzas», y seguro que muchos pensaban que iba a freír escritores.
Pero no. Los escritores no tienen ninguna culpa. Ellos hacen lo que todo escritor hace. Escribir. Cuando un libro infumable cae en tus manos, toda la culpa es del editor.
Un editor está obligado a saber ciertas cosas. Por ejemplo. Que la ampulosidad no es aceptable. Ampuloso. Dicho del lenguaje o del estilo y del escritor o del orador: Hinchado y redundante.
Dejo un libro en las primeras páginas cuando me encuentro una voz impostada. Cuando me siento como si estuviera leyendo un examen de redacción. Cuando no me creo nada.
Eso sin hablar de la originalidad. De la técnica. Del tono. De la precisión. De la coherencia. De la atmósfera. Supongo que el ingenio ya es arte grande. Arte. Eso es la Literatura. Arte. Hay que aportar algo nuevo con cada libro.
Si un libro no aporta nada nuevo, el editor debería rechazarlo. No lo rechaza porque tiene que comer. O porque debe un favor. O porque ha perdido el criterio. O por inercia. O a saber por qué.
Empiezo libros que me horrorizan. Se supone que la primera página es sagrada. Debe rozar la perfección. Y te encuentras fárragos y artificiosidad. El editor debería cerrar el manuscrito inmediatamente.
Y no. Va el tío y lo publica. Yo no soporto la primera página. Y él se lee las cuatrocientas y lo publica. O quizá no se lee las cuatrocientas y lo publica. ¡No me creo que se las haya leído!
Decía Constantino Bértolo que «Escribir bien es ampliar el campo de lo verosímil». En efecto, el autor debe ir más allá. Y el editor ha de saber reconocer los textos que van más allá.
Asimismo, decía que «Cada literatura educa y maleduca también a sus lectores». Literatura que está en manos de unos editores que, en general, no me generan ninguna confianza.
Publicar un libro es fácil. Lo difícil es venderlo. Claro que si el autor tiene muchos amigos… Y no publica demasiado… Estimados lectores, la Literatura se cae, progresivamente, y nadie hace nada.
¿Se cae? Más que caerse, está siendo absorbida. Unas fuerzas nauseabundas la están arrastrando al pozo de la mediocridad. Es lo que tiene lo mediocre: que no soporta lo brillante.
Por suerte, la Literatura necesita estar rodeada de mediocridad para seguir perfeccionándose. Es paradójico, pero en un mundillo editorial perfecto la Literatura sería más imperfecta.