Bayoán tomó un último suspiro para avanzar y tomar la última guagua. Eran las once de la noche y ya la parada estaba vacía; mientras corría podía ver a el chofer montándose, prendiendo el motor y lentamente acercandose al área de recoger.
—¡Espera! —gritó.
El chofer apagó y prendió las luces del frente para dejarle saber que lo esperaba. Al subirse, comenzó a buscar entre su pantalón las tres monedas para la tarifa.
—Tranquilo, no te preocupes —le dijo el chofer con una sonrisa. Bayoán agradecido por el gesto, ya no podía quitarse esa imagen del chofer de la cabeza.
Bayoán tuvo un día largo de trabajo, cubrió dos turnos, el cual corrió sólo en un negocio en la calle Tetuán. Antes de comenzar su día se tomó dos botellitas del líqudio que da energía por varias horas y, antes de eso, tres tazas de café negro, luego de eso no paró de moverse hasta cerrar.
Al momento que se sentó, el aire acondicionado lo arropó hasta que se quedó dormido sin batallar. Bayoán soñó que caminaba por un campo de amapolas blancas, el sol estaba tan intenso que no pudo decifrar el resto del lugar. Entre las plantas vio a una figura que estaba regando las amapolas. Mientras más se acercaba más parecido se le hacía la persona, tenía la misma camisa que él, los mismos pantalones, el mismo color de pelo, ya cuando se encontraba detrás de la figura similarmente extraña, Bayoán extendió su mano y le tocó la espalda.
—¡Oye! ¿Qué es este lugar? —le preguntó.
La persona no le contestó, seguía regando las amapolas. Bayoán le volvió a tocar la espalda, pero nada, con más confianza lo movió hacia él y lo que vio hizo que el rostro de aquel chofer se le olvidara de una vez.
Era él mismo, las mismas cejas, el mismo lunar de sus labios, sus ojeras, su barba, lo único diferente era que aquella persona, “él”, tenía los ojos grises, casi sin vida. Bayoán recordó de la vez que se levantó y vio a su hamster “Homero” muerto en su jaulita, y los ojos tenían el mismo color que aquellos que lo miraba ahora mismo. Bayoán dio dos pasos hacia atrás, sus labios se sentían secos, sudaba frío, entonces “él” comenzó a seguirlo, cada vez más rápido y violento hasta que tomó a Bayoán por sus hombros; su rostro se arrugó con agonía y empezó a gritar, a llorar mientras con su fuerza bruta lo empujaba más hacia atrás. Bayoán no podía frenarlo.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —le dijo.
—¡Sácame de aquí! ¡Por favor, sácame de aquí! —le contestó “él”.
Bayoán trató de tumbarlo pero nada funcionaba. En uno de los intentos, Bayoán miró hacia atrás, no tan lejos se encontraba un barranco cuesta abajo, probablemente lo que había eran rocas, una caída fatal. Bayoán desesperado siguió intentando.
—¡Para! Por favor…, ¡nos vamos a caer!
A unos pies de la caída, ambos pararon. Bayoán miró hacia atrás viendo un mar furioso, llena de rocas puntiagudas, pero lo que lo aterrorizó más, fueron los pedazos de cuerpos que se encontraban flotando; pudo distinguir que entre aquél escombro de humanidad, vio una copia de la original.
—Por favor… suéltame, por favor… —dijo Bayoán con lágrimas en su rostro. “Él” comenzó a soltar sus manos de los hombros y dio unos pasos hacia atrás.
—Ayúdame a salir de aquí —dijo “él”.
—No sé como… No sé dónde estoy… No sé por qué te pareces a mí…
Bayoán lo miró perplejo, “él” le devolvió la mirada, sorprendido porque no sabía de aquel lugar en donde estarían por el resto de sus días.
—¿No sabes qué te pasó? —le preguntó “él”, acercándose a Bayoán y volviéndolo a tomar por los hombros, pero esta vez con gentileza.
—No quiero estar vivo aquí, si no estaré vivo allá —le dijo suave. “Él” agarró a Bayoán, casi abrazándolo y con fuerza lo arrastró hasta el borde del barranco, Bayoán desapercibido y confundido no pudo luchar mucho, cuando al fin entendió lo que “él” le dijo, ya estaban ambos en el aire, acercándose al mar.
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A las once y treinta de la noche ya la última guagua estaba estacionada en el terminal del Sagrado Corazón, una patrulla exploraba el lugar, mientras los paramédicos se llevaban a Bayoán, acurrucado por aquella tela negra que se asociaba con la muerte.