La noche taladraba con su silencio. Borrosas, las horas noctámbulas se expandían como una masa chiclosa y dilataban la llegada de la luz. La almohada había dejado de prescribir su forma y respiraba tranquilla sin el peso del orgasmo. Prisionera del espanto que una propuesta presumía, ese día durante el almuerzo, rechazó la promesa de compromiso y se fue de mi vida. La cama me escupió por fin. Llegué a la oficina unas horas antes de que comenzara el turno de día.
Al otro lado de la pared falsa, los cubículos alineados enfilaban cabezas. El muro tapizado escindía. Amortiguaba el cansancio y vigilaba la capacidad de tolerancia de la voz al contacto prolongado, firme y adulador con otro ser humano. Los teleoperadores del turno de la noche atendían las últimas llamadas para el alquiler de coches. Las voces huecas entre bostezos sostenidos recorrían el recinto sin que pudiera ver los cuerpos que las emitía. No conocía la otra cara de la empresa. El rostro complaciente que brindaba ayuda. Mi turno comenzaba después de que estas sombras frágiles hubiesen huido del sol.
Exprimía las horas de sueño sobre todo después de haber encarado nocturnas contiendas teatrales para ganarme un lugar en algún musical. Un intento más por volverme un actor de tablas. El trabajo como teleoperador ayudaba a sostener mi pesada vida en otro país. Desentrañaba el drama en cada llamada. Me permitía representar un papel. Ser cobrador de deudas acentuaba un monólogo perfecto para sondear mis emociones y el efecto de ellas en las personas. La improvisación brotaba cuando levantaban el auricular: —¿Diga? —La tensión fluía. Podía llegar a ser un emisor benevolente al dejarme llevar por la empatía acústica del lamento, o empuñar la crueldad del cobrador sordo de avaricia en un duelo por obtener un compromiso de pago. Era un juego, y las personas estaban ahí para entretenerme.
Me enfrenté a una línea de cubículos verdes vacíos. Hilaban el camino hacia el mío. El murmullo al otro lado del panel divisorio era acompasado con el movimiento de una fila de piernas y zapatos debajo de cada escritorio situado en espejo. Me senté a esperar la salida del sol. Vi unas finas piernas. La silueta bordeaba el conjunto de músculos dentro de una simetría dulce y un volumen exquisito. La pierna estaba cubierta por unas medias que limpiaban las imperfecciones de la piel sin ocultar su color natural. Unos altos tacones blancos con hebilla contenían la delicada pieza carnosa. Una franja roja en el talón invitaba al acercamiento. Mis pies despertaron al encanto. Unas viejas Converse negras tropezaron. Como el encuentro fortuito de dos extraños en un paradero de buses. Ella se asustó y juntó los pies. Yo retiré mis pies pero me mantuve cerca, firme. El murmullo se detuvo. Después de un descanso la voz continuó en la llamada y uno de los tacones se acercó a mis zapatos. Su pierna derecha se montó sobre la izquierda. El pie temblaba a un ritmo constante. A veces se detenía y dibujaba círculos. El murmullo cesó. Los tacones se juntaron y se fueron. Tenía una cita.
Llegué justo a la hora. Cuando me acerqué al escritorio la voz hizo una pausa. Uno de los pies se deslizó hacia mi cubículo. Un botín rojo ceñido hasta el tobillo se levantaba sobre un tacón aguja y mostraba la fuerza del signo. Me senté y adelanté mis pies hasta tocarlo. Los dos botines se juntaron. Se mecían de lado a lado. Una fina cremallera asomaba a cada costado. Quería lanzarme al cuello de su pierna. Mis pies mojados ardían en el interior de las Converse. Paralizado miraba el espectáculo escarlata que me rodeaba. Tras unas risas, el sonido de la voz se extinguió. Uno de los botines sobó la cremallera del otro y desaparecieron. Tuve que quitarme las Converse y despegar los calcetines de la piel. El aire recompuso la cordura y enfrió el frenesí.
La semana caminó sobre un vaivén de lujuria y zozobra entre tacones y agujas mordaces, plataformas cósmicas, cuadrados abstinentes, tacones con pausa y coma, y taches glamurosos. Unos finos tacones de charol negro y suela roja esperaban. Debía actuar de forma impecable. Acerqué mis pies y me sitúe frente a los de ella. La firmeza del empeine y la definición de la silueta corrompían la tela negra de mis Converse. Jugué con toqueteos hasta que ella desnudó su pie derecho. La piel natural definía unas uñas bermellón que se acercaron al borde de los cordones. La voz que susurraba dejó de oírse. Unas risas glorificaban el quimérico musical que se desvelaba en el suelo. Desnudé uno de mis pies. Sentí el frio del charol. Resbalé por su cuello hasta quitarle el otro zapato. Mi pie apresurado había empezado a dibujar el contorno de sus músculos hacía arriba cuando una carcajada fracturó el ritual. El sol despuntó, representó su acto, ahuyentó la obcecación y alejó los pies.
La impaciencia aventajó de nuevo el alba. Como de costumbre llegué justo a la hora, pero con una caja en la mano. Al sentarme en mi cubículo unos zapatos asomaron. Eran unos mocasines marrones que empotraban una masa gorda y varicosa sujeta a una pierna burda y vellosa. El guion había sido alterado. La promesa se despeñaba dentro de una caja de zapatos. La rabia y la desolación paralizaban la puesta en escena. La escenografía escupía serpientes listas para domar. Saqué de la caja unos tacones Lady Peep dorados talla 38. Desanudé mis Converse, quité los calcetines y representé el performance más sublime de mi vida.