El último descendiente de los fundadores del pueblo se marchó hace una década y dejó la tierra ancestral sin el ojo vigilante de los brujos herederos y sometida a los tiempos modernos. Muy pronto los estafadores, pitonisas y falsos chamanes arribaron para engañar a los turistas. Desviaron un brazo del riachuelo y lo empozaron ingeniosamente para embaucar a los incautos con aguas purificadoras y curativas. Del mismo modo, revivieron la leyenda del camposanto donde se edificó el pueblo para hacer del sitio un altar de santería.
Hace seis meses el atoro descomunal en la centenaria red del desagüe obligó a remplazarla. La excavación para el tendido de las nuevas tuberías mostró lo que era un secreto a voces. Bajo dos metros de profundidad hallaron los restos de esclavos, indígenas desplazados, mercenarios y soldados.
Este descubrimiento modificó la atmósfera natural y las nubes de polvo permanente adelantaban el anochecer. El aire se enrareció y respiraban vientos nauseabundos. La producción de cactus y hongos alucinógenos para los rituales decayó. Parecía que el pueblo estaba invadido por fuerzas desconocidas recién despertadas. Nadie entendió el cambio en la naturaleza y prefirieron festejar el arribo de gente adinerada y migrantes desafortunados. Sea como fuere, el lugar no trastocó el buen ánimo y disposición de los pobladores y visitantes para la diversión y el dinero fácil.
Tres cuadras de una calle de tránsito entre dos avenidas principales se convirtieron en el pasaje obligado de la juerga y prostitución nocturnas. Los alcaldes vieron en ese pequeño intestino la mina de oro para llenar las arcas vacías que heredaban. Las administraciones sucesivas autorizaron restaurantes, discotecas y bares. Del mismo modo, cambiaron la zonificación y se construyeron hostales de alta rotación y edificaciones estrambóticas reñidas con la arquitectura original.
Así las cosas, llegué una mañana de invierno para cubrir la crónica negra de varios asesinatos misteriosos ocurridos. Los hechos de sangre, cuatro en una semana, lejos de alejar a la clientela, despertaron el morbo y alimentaron la leyenda urbana de la reencarnación de Jack El Destripador. El famoso asesino londinense recobró popularidad porque dos de las víctimas fueron prostitutas conocidas de los bares de madrugada y el otro un canadiense degollado, al que solo le encontraron un litro de sangre desparramado en el adoquinado. El último, quizá el más espeluznante por el sadismo y ensañamiento empleados, fue un jamaiquino devorado por una fiera hambrienta. En siete días los titulares de los diarios locales pusieron en el escenario, además de Jack, a un vampiro y un zombi. La imaginación popular se desbordó cuando al día siguiente de mi llegada, al amanecer del lunes, el cuerpo muerto a dentelladas apareció escondido detrás de la trastienda de una pizzería. El hombre lobo había emergido y decía presente.
El sol del mediodía cae implacable y el calor adormece al pueblo. Pocos lugareños transitan las tres cuadras y algunos ocupan las sillas de las terrazas. Soy uno de los que refresca la garganta con una cerveza helada. Reviso mis notas y los datos encontrados son inconsistentes y atípicos con la criminalidad moderna. Los asesinatos fueron al borde del amanecer cuando la gente estaba dedicada a otros asuntos o durmiendo.
—Son más grandes y agresivos —escucho a alguien comentar desde la mesa de atrás.
Volteo y descubro a un hombre delgado, pálido y que esconde la quijada prominente detrás de la barba frondosa.
—Los cuervos y gallinazos —dice mirando el cielo y el tendido eléctrico lejano.
Intento iniciar una charla, pero se levanta y marcha apuradamente. Me encojo de hombros, pago la cuenta y me retiro al hostal donde me alojo. Al final de la cuadra compro bizcochos en la bodega y al salir cae uno de la bolsa. Lo doy por perdido cuando de entre las rendijas de los ladrillos de la pared aparecen dos ratas grandes que lo disputan a dentelladas. Una logra herir a la otra y desaparece con el trofeo por la rendija de donde salieron. La escena duró menos de un minuto, y quedo tan sorprendido que mi cerebro empieza a tejer una teoría alucinante que trataré de comprobar esta noche.
Antes de salir de la habitación repaso los cinco asesinatos. Están ligados por la ferocidad de la muerte. Haber sido relacionados con personajes emblemáticos de la literatura fantástica es pura ficción. El o los asesinos son seres escondidos, provenientes de otra dimensión, que se manifiestan al estar hambrientos. Esa es mi teoría.
Salgo cargando una bolsa con carne frita, panes, presas de pollo sancochado y trozos de atún. Falta una hora para que despunte el sol y la calle está vacía. Es lo usual en la madrugada del martes. En la primera cuadra, frente a una trattoría, suelto los panes. Me alejo y de la esquina surge una mujer harapienta seguida por dos niños escuálidos. Se abalanzan sobre ellos, los recogen y desaparecen. Más adelante dejo en el piso la carne frita. Me escondo y la luz de un farol muestra la figura miserable de un tullido que se arrastra para devorarlo y luego esfumarse. Mi teoría es válida, pienso. En la siguiente cuadra colocó sobre una banca las presas de pollo y salgo corriendo. Asombrado veo que la tapa de la alcantarilla se levanta y aflora una criatura indescriptible que las engulle, relame los dedos, escudriña los alrededores y se pierde nuevamente en el submundo. Solo me quedan los trozos de atún. Temeroso los pongo al costado del teléfono público y me oculto tras un camión. A lo lejos escucho el sonido de patas algodonadas. Una jauría de perros sortea la esquina, llega y se trenza en una encarnizada batalla por la comida. Veo con estupor que uno es devorado antes que desaparezcan.
Sudo copiosamente y respiro con dificultad. La palidez de mi piel refleja el terror que recorre mi cuerpo. Los adoquines del piso se levantan y ante mis ojos desorbitados está quien me escogió como su fiambre de madrugada. Con hondo pesar compruebo la validez de mi teoría.