«Ella lo es todo para mí,
el sueño no correspondido,
una canción que nadie canta,
la inalcanzable,
ella es un mito en el que debo creer».
Slipknot
El silencio lo golpea, y se pregunta por el nombre, extiende las manos adormitadas por la inconciencia del momento, intenta elevarse por sobre el asiento haciendo uso de los músculos y el entusiasmo: ambos agotados. La realidad se asoma como un absurdo sillón de fieltro que juguetea con la piel escarmenada, extiende el cuello y se deja descarnar hacia la ventana; es pluma, es tinta, es soledad, es quimera; aprieta los labios y toma posesión del acto; la mira y se retuerce, palidece y escribe; le repugna, observa:
Ella es voz y violín,
beso hacia la sombra,
del día fatal.
Detiene la saliva que se convierte en escupitajo, derrama su sangre y la tinta en esquinas dispares; le acercan el piso por contraria voluntad, se aproxima a los clavos y los envidia por ser todos pares, piensa en los dioses, quiere ser uno de ellos para aborrecerse sobre el reclamo del drama humano, quiere ser marxista pero de los malos, quiere ser un cuadrado pero sin la poesía de los rectángulos. Despierta, la vida se le agolpa entre las hendiduras que le ha dejado la muerte (ludus ignarus est?). Se afirma enfermo pero se conoce desquiciado, retoma la calma de los cristianos y se arrastra hasta lo que convino que sea el sillón. Vuelve a escribir. El desagrado es todavía mayor.
El amor suyo,
es canción y ceguera,
crujido yerto.
Toca la rodilla infecta que se sonroja hasta retumbar en hueso y ligamentos, se rasca la costra imaginaria prometiéndose un dolor todavía mayor, regurgita la dialéctica del desayuno pequeñoburgués, golpea lo que le queda de la palabra que ahora es un pie. Ella se acerca al ventanal, lo avergüenza; cuelga la ropa proletaria frente a su ventana, toca su cabello, es sublime y nunca lo sabrá, porque no tiene nombre, y es imagen, figura, y encuentro que a él lo envejece al recordarle su cara infantil, agrietada, hipócrita. En la crisis se frota los ojos, toma su bastón, el gélido tacto de la empuñadura y el uso lingüístico, son cabal respuesta para ciegos, cojos, pastores semitas, Borges y sus tretas. Es el lenguaje una herramienta excesiva que ahora lo ayuda a describir el desencanto frente a la angustia que experimenta; la herida en la rótula parece descocerse, los puntos son abismales, él es uno y lo demás lo atraviesa, en definitiva y contra pronósticos: uno y el universo. Llega a la ventana y ella se ha ido, le pesa lo romántico y la mano accede al castigo, vacila, suelta el bastón; la añora, la olvida; se maldice, ahora podrá instalarse cómicamente entre el desgarro y el grito sordo que asume ahora todos podrán escuchar después de lo que deduce será una colosal caída. El hombro cruje y la columna lateral de la vieja pared lo ha salvado, descansa para incorporarse por lo menos en lo que respecta a la metáfora; pasa el tiempo y recrudece el realismo ontológico, acaricia el báculo empleando las dos manos y se columpia sobre cuerdas invisibles a las que su provinciana retórica recurre. Respira y ahora sigue el aliento de la nostalgia que aquella mujer le procura. No la ve, y la quiere perdida, para que entonces el recuerdo hago lo suyo.
Aquella noche,
rasposa y oscura
vio mi destino.
Muere el poema,
acontece la lluvia,
sobre los labios.
Se muerde la lengua para recobrar los dientes y así pronunciar las primeras palabras que solitaria escuchará la callada presencia: te quiero. Se recrea en la sencilla afirmación, fantasea ser un hombre de esos que aman, pero no le basta, la rodea empleando los añejos brazos de una estética que lo persigue desde que fue condenado a la modernidad, imagina la desnudez del numen, y saborea una especie de fuego: el inusitado tacto; la desea, y enseguida rechaza lo bello por ser nefasto anuncio de lo falso, más bien la reduce a modesto vocablo, y espera que el silencio consiga engañar al turbio nudo de su existencia. Emplea lo común de nuestro género para tornarla trágica y de pronto su sonrisa le parece tan dolorosa como la suya, llora y susurra en un extraño dialecto, como procurando misericordia en las tinieblas de un súbito mediodía.
Los sueños de Dios,
quiebran los bordes del barco
de lo singular.
Leve chasquido,
instantánea mentira,
somos el traidor.
El sopor finaliza y consigue retomar la conciencia que llegó con la tarde y el repentino alivio de sus molestias. Pocas personas quedaban ya en la calle, los faroles empezaban a encenderse dando inicio a cierto mutismo colectivo que de algún modo él compartía también. Se le vinieron a la mente algunos hombres que conoció y con los que había cruzado algún rudimentario término, determinado signo, o una de esas expresiones que acuden en contra de la propia razón en procura de salvarnos la vida, al recordarnos que somos parte de un sueño de masas: el abalorio en el que el bramido es ensueño.
Y al final se encontró sin neologismos que lo protegieran, reconoció ser un intelectual enlatado, un pedazo de carne somnolienta en constante amotinamiento, un cobarde que fantasea con colinas y mujeres felices. Rozó la ventana, anochecía, se abandonó al frío que sentía deslizar por todo el cuerpo, casi enseguida se escucharon un par de ladridos que demostraban la conveniencia del destino cuando buscamos ser salvados; tocó la mano amoratada por la presión del cayado y sus patriarcas, recorrió más de una vez la delgada sonrisa que se formaba en el rostro de la muchacha que volvió a distinguir.
Tuvo miedo y estuvo tentado a esconderse tras las cortinas, se recriminó con mayor fuerza que antes, como exigiéndole a la vida una última asignación de valentía. La joven cerró la llave del lavador, guardó la última prenda en un cesto de mimbre. Se disponía a marcharse cuando notó que su ventana estaba abierta.
Él la contempló con tardía tristeza, ella se ruborizó y retrocedió; creo haberlo visto en algún lugar lejano, será mejor devolverle el saludo se decía cuando escuchó quebrarse el cristal anverso.
Sentía cierta nostalgia por la muerte de aquel joven que resultó ser vecino suyo; pese a ello como diría su madre —que en el preciso momento parecía afligida— la vida seguiría adelante. Tanto es así que ahora la muchacha lamentaba tener que usar su mejor vestido en un velorio, sin saber que los ídolos habían escogido su blanca tez como alegoría de la muerte del hombre que mejor la conoció.
La noche era cada vez más profunda. La oscura llovizna recorría los confines de una desconocida.
Semblanza:
Ramiro Urgilés Córdova es escritor y filósofo nacido en Cuenca-Ecuador de 20 años. Ha publicado artículos en medios nacionales e internacionales. Por su importancia en Ecuador se destaca la colaboración que ha realizado en la Gaceta Cultural de República Sur (2018-2019), Revista Bichito Editores (2019), Revista Avance (2019), Revista Bereque (2018-2019). De igual forma a colaborado con medios internacionales como Revista Cronopio(Colombia), Revista Faroles (México), Revista Visor Literario (España).
En 2016 participó en el Taller literario sin fronteras. En 2012 recibió la Mención de honor en el IX encuentro literario juvenil. En 2017 obtuvo el quinto puesto en el II concurso de micro ensayo “Hacia nuevos rumbos”. En 2019 recibió el reconocimiento de “Pensador Original Juvenil” por la presentación de problemáticas a ser tratadas en el I Congreso de Filosofía Americana realizado en Quito.