El arranque de El último gin-tonic es entrañable, cálido, esperanzador. El arranque de El último gin-tonic es imperfectamente perfecto, como María, que «olía a limón, aproximadamente, porque los olores que acompañaban a María eran siempre muy impredecibles, como su genio y la posición de sus piernas al sentarse». El arranque de El último gin-tonic viene «sin maquillar, recogido el pelo en una sencilla coleta, entreabierta la blusa», con el aire de «los manteles desplegados en las mañanas con viento de Puerto Madryn». El arranque de El último gin-tonic es —quizás— el arranque soñado por todo escritor.
Rafael Soler ha escrito una novela fría con corazón caliente. En su torbellino social y familiar, que todo lo tritura, ha dejado caer una semilla de amistad que humaniza lo inhumanizable. Al igual que Annobón (Luis Leante) o Paraísos (Iosi Havilio), El último gin-tonic es realismo frío de pata negra.
Realismo frío porque el narrador se desentiende de sus personajes, dejándolos a su suerte. Ningún personaje recibirá trato de favor. Realismo frío porque el narrador desaparece en cuanto empieza a escribir. Realismo frío porque «los ojos de María lucían un brillo que ninguna lasaña se merece, entelados los de Lucas como un elefante marino patagónico que, abandonado por un único harén de una hembra única, se alejase resignado al encuentro del agua».
El último gin-tonic es una novela cargada de ironía (delicada), que es el envoltorio natural de la amargura (sorda). Ironía que a veces roza el sarcasmo negro entre hoteles de lujo, sueños mal digeridos o vidas mal vividas, croissants con mantequilla, individuos que duermen mal desde que hicieron sin confesarse su primera comunión y conversaciones en voz baja.
El estilo de Rafael Soler es contundente, se podrían subrayar frases en todas las páginas, la poesía subyace bajo la prosa, incluso los diálogos contienen la magia del poeta. El hechizo es una vecina tendiendo al sol sus sábanas rebeldes, tres miradas cortas, un toma esto para dejar aquello, pero a mí no, a mí no me dejes nunca, y dos hombres periféricos e iguales.
El último gin-tonic es original cual urna a modo de brazo biodegradable, agria como un tuerto que no está para bromas, subyugante conversación con alguna frase de las que se pronuncian en voz alta, voraz a la manera de esos deudos (con familiar de cuerpo presente) que se refugian en un paquete de tabaco.
En El último gin-tonic no hay protagonistas, la vida no lo permite, si bien todos llevan en sí el germen del protagonismo, y querrían ser sublimes sin interrupción, o trágicos sin interrupción, lo que sea con tal de acaparar toda la atención, algo imposible cuando la realidad acecha detrás de cada esquina para recordarles su mediocridad.
Rafael Soler ha escrito una novela que nos recuerda lo que somos, lo que podríamos ser y lo que nunca seremos.