Para Pedro Sierra.
Tokio, luz que quemó mi vista; calor, frío, miles de personas y yo tan solo; una sombra, un movimiento. Así conocí a la chica verde. La esperaba en una foodtruck de hanbaaga al aire libre; había demasiadas apiladas a mi alrededor, tantas que me sentía atrapado. El metálico brillaba debido a la intensidad de la luz; sin embargo, eran agradables a la vista: unas luces colgaban del techo y creaban un efecto navideño en pleno verano. La vi llegar al momento, y es que no era difícil perderla de vista: su cabello era verde.
El cabello de la nipona no era de un color nada discreto, parecía que la cabeza le brillara con un resplandeciente verde fosforescente; las raíces tenían un tono café oscuro, señal de que su cabello estaba creciendo, aunque súbitamente el verde comenzaba a deslizarse por su cara; caía de manera casi abrupta, transformándose al momento en ondas de un verde más claro. Al contemplarlo, uno se da cuenta de que el verde oculta muchos más matices, más de los que podía imaginar. Los cristales, el metálico de las foodtruck, todo, todo perdió su intensidad.
Mi cabeza decidió que se llamaría Midori, por el color; y es que, de verdad todo era midori en ella. Su cabello era un remolino ondulante que me perdía, sus labios rosa intenso me sonreían secretos que mis oídos no podían capar y el movimiento insistente de sus manos me lanzaba al abismo: tifón, tsunami de sensaciones. El sol me cegaba y ese verde me recordaba a grandes pastorales olvidados en mi memoria. El olor a hierba, sí, a hierba bajo el sol. Al ordenar nuestro par de chizu hanbaaga algo me dijo que era lo correcto. Midori me observó a través de sus largas pestañas y mi corazón tembló. Las sodas llegaron, no dije nada más. Ya no podía sentir nada más.
Mis días en Tokio no hubieran sido los mismos sin ella: paseábamos por Akihabara, Shinjuku, Shibuya y Harayuku, bebíamos ocha y sake hasta hartarnos y compartíamos sushi con tempura. Me llevaba a antiguos templos y tratando de comprenderla, practicaba mi japonés; ella, mientras tanto, me susurraba vagas palabras en español. Juntos recorríamos kilómetros en el chikatetsu, y sosteniendo su mano, corríamos y cantábamos en los vagones. Colores, olores y sensaciones se filtraban a través de ella y llegaban a mí con una tonalidad verde que manchaba, y antes de que pudiera poner mis pensamientos en orden, estos ya tenían matices de verde que no he podido quitar ni con el paso de los años. Apenas me estaba encaminando a aprehender todo lo que ella ya había sido, lo que yo nunca sería. Y no éramos, ni seremos, como comprendí después.
En ese entonces yo era un estudiante de arquitectura, de intercambio, y ella de teatro en una universidad privada. Recuerdo las cosas que balbuceaba y yo, por mí parte, trataba de seguir el hilo, de comprender el porqué de toda su existencia y de toda mi existencia. No entendía, sigo sin hacerlo. Me miraba directamente y sus negras pestañas aleteaban y creaban disturbios al otro lado del mundo. Sus manos, blancas y firmes, me tendían libros, discos, películas; los aceptaba y los hacía míos, como la hicieron suya. Sus piernas, sus pies, nos guiaban a los dos y en medio de una ventisca pensé que me transformaba en ella, como ella misma se había transformado en verde. Me dolía aceptar que yo no podía ser por completo verde, que tan solo era verde cuando estaba con ella; pero no del todo, no, yo sólo me manchaba.
Mi tiempo en el país del sol naciente llegó su fin, tenía regresar. No fueron meses los que pasé rodeado de extraños caracteres que poco a poco iban cobrando sentido, sino que pasé ahí toda una vida. Yo era una persona completamente diferente, yo me había manchado de verde nunca, y de igual manera, nunca había sentido tanto como lo hice con ella, y por ella. Hicimos promesas, me aferré a su verde cabello y subí al avión. Midori prometió que nos volveríamos a ver, pero súbitamente sus mensajes dejaron de llegar, más pronto de lo que imaginé.
Los meses pasaron y yo seguía pensando en Midori, en las faldas que usaba y el mágico vuelo que creaban cuando daba vueltas, en su cabello, verde, recuerdo de una luz que se ha ido apagando, que ahora es opaca, que no puedo sentir. La desesperación, frustración, dolor y miedo me atacaban todas las noches. Despertaba y mis manos, en la palpable oscuridad, aún eran verdes. Quería una señal, recé por ella; algún mensaje oculto en una de las tantas canciones que escuchaba, la vibración de un teléfono en mi mano que me dijera que era ella, que el verde seguía ahí. Finalmente, en un libro que me tendieron sus manos y que no me había atrevido a abrir, después de tanto, encontré algo:
Sol de oro, vivo,
hoy contigo, mañana no.
Luna de plata, lloro.
Semblanza:
Frida Lima Castañeda, Estudiante en Lengua y Literatura Hispánica en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México. Colaboradora en diversos medios electrónicos y publicada en la antología de cuentos Hacia el abismo, de la editorial Dioscuros, en Monterrey, N. L., México.