Ciudad de México, 1981
Acababa de llegar a la vecindad por pura casualidad. Planeaba quedarme ahí hasta terminar mis estudios en Odontología para regresar a mi ciudad natal lleno de honores y bastantes historias sobre mi estancia en la capital.
A primera vista, el barrio no lucía fuera de lo común con sus casas con pintura desconchada y sus baches que se asemejaban más a los hoyos que dejaban los meteoritos. No obstante, en ese momento yo no sabía que él vivía ahí.
Él caminaba como si nada bajo el sol abrazador de verano, como si estuviera seguro que era demasiado bueno para aquel lugar, como si fuera el único que tuviera alguna idea de lo que significaba tener estilo.
Era imposible no ver a aquel tipo. Con su figura larguirucha y desgarbada, su ropa aguada, la gorra hacia atrás, pero con las uñas pintadas de un discreto rosa, palo que ocultaba en los bolsillos del pantalón, guiñando el ojo a todo desconocido que le parecía guapo, alzando la ceja en una pose premeditada de mujer fatal y un imperceptible contoneo de las caderas, hacían que destacara entre todos los habitantes de ese microcosmos, aunque no de forma positiva. Parecía ser una especie de referencia para todos.
La gente del barrio murmuraba en todas las reuniones que ese chico no era más que un pinche Don nadie, un bueno para nada que solamente estaba de más, que prácticamente había nacido porque sus padres no quisieron manchar las sábanas.
Los vecinos remataban aquella sesión de chismes y críticas con un consejo para mí: “No se junte con él, joven. El Masiosare está más chueco que un árbol de rama torcida, nació de mala forma y malo ha crecido”.
Sin embargo, aquel guiño me dejó intrigado y quise conocer aquel al que proclamaban el perdedor oficial del vecindario.
Estabas sentado, tomando el sol cerca de la cancha de fútbol con unos lentes de sol en forma de corazón, como si quisieras marcar una tendencia de moda de mal gusto.
Al verme llegar, alzaste tu ceja una vez más, como si quisieras remarcar que, a menos que dejara claras mis intenciones, no era bienvenido a observar tu sesión de bronceado.
Me acerqué lentamente y me senté a tu lado.
—Seguramente todos en el barrio ya te previnieron de que te alejaras de mí porque soy gay, ¿no es cierto? —me dijiste mirándome directamente a los ojos, con una voz que mostraba todo tu descaro.
—Déjame decirte algo. No soy gay, corazón. Soy joto. Hay una gran diferencia —soltaste aquello con un aire de suficiencia, dando por sentado que vagamente sabía la diferencia, mostrando una sonrisa torcida ante mi desconcierto. —Yo te la puedo mostrar.
Dicho eso, te levantaste con aquellos aires de vampiresa de las películas de la época de oro y extendiste tu mano, diciéndome con la mirada “vienes”, invitándome a acompañarme hasta tu casa. Te seguí de cerca, rogando por no levantar sospechas.
Todos te humillaban en el barrio, eras su chiste favorito en cada reunión y borrachera oficial. Entonces, ¿por qué siempre tenías aquella tonta sonrisa radiante?
—Porque soy la brillante como una estrella, y todos me la pelan —me contestabas cuando te levantabas de la misma cama en la que nuestra carne se había fundido hasta hacernos sudar y gritar nuestro placer a escondidas del mundo. La misma cama donde por primera vez descubrí el afecto a tu lado. Era increíble que desprendieras tanta suavidad, tanto calor.
—Pinche Masiosare, siempre pensando que todo acabaría bien para ti, siempre a tu manera. ¿Estas consiente de que nadie te va a dar un premio por ser lo que eres? —le decía cada vez que me soltaba aquella respuesta tan absurda, tratando de hacerlo entrar en razón. Nunca me hizo caso. Todo el tiempo lo hiciste a tu manera.
Me dijiste, mientras acariciabas mi mejilla, que querías aparecer en la fiesta de la vecindad vestido para escandalizar a todos. Sinceramente, creía que solamente estabas bromeando, nunca imaginé que fueras a tener el valor, incluso los huevos, de aparecerte así.
El día de la fiesta del barrio realmente te pasaste al aparecerte vestida como si fueras la hija bastarda de la protagonista de cualquier película camp setentera de bajo presupuesto. Te sentías divino en aquel vestido rojo entallado y tu pelo castaño con una reluciente permanente de farmacia recién hecha. Mejor dicho, te veías como la reina barata de un viejo burdel derribado. Todos se burlaron de ti cuando llegaste al patio de la vecindad.
No te importo, como siempre.
A pesar de las miradas de incredulidad y asco, te saqué a bailar la primera pieza, como si fueras una quinceañera trasnochada, producto del subdesarrollo, y yo, tu lamentable chambelán.
Con nuestro baile, inaugurábamos esa velada obscena para la consternación de todos nuestros vecinos que nos observaban perplejos.
Me besaste delante de todos, asqueando a la audiencia con nuestra muestra de afecto, aunque, al menos esa vez, no me importó, disfruté el contacto de nuestros labios, nuestras mejillas rozándose, el entrechocar de nuestros dientes chuecos, no había nadie más, solamente estábamos nosotros adentro de una nube de color rosa.
Ese día, al salir del baile, nos pusieron una madriza de campeonato los Alacranes de la colonia, los valedores más salvajes del rumbo. Quedé inconsciente en la acera al lado de tu cuerpo que apenas respiraba, con tu vestido hecho girones y tus gritos ahogados.
Pasé varios días sin poder levantarme de la cama del hospital. Aunque había pasado casi un mes, todavía estaba convaleciente después de todo lo que nos hicieron aquella noche después de nuestro numerito en el baile.
Hoy he vuelto a caminar después de tanto tiempo y decidí acercarme al vecindario y verte por última vez antes de cambiarme a otra vecindad cercana al campus universitario.
¿En qué pensaste, Masiosare? Quisiste ser la reina del baile y terminaste muerto, como rey caído. Todos tenían razón, nunca fuiste más que un perdedor sin suerte y sin gracia, y aún así, hasta el final, nunca dejaste de hacerlo a tu manera, siempre queriendo destacar como si estuvieras determinado a ser una gran estrella.
Te he traído unas flores blancas y tú vestido de divine reconstruido. Lucen preciosas sobre tu tumba.