Era muy temprano para estar manejando así. Pero daba lo mismo. Volteé a ver el cielo y aún estaba la luna. Faltaban un par de horas para que amaneciera. Recargué mi cabeza en la puerta cerrando los ojos y de repente escuché la voz de mi hermana. «Ya llegamos».
Me levanté de inmediato con los ojos hinchados como tratando de recordar que hacía a esas horas en medio de la nada.
«Tenemos que ser rápidas. Toma esta pala. Empieza a escavar mientras yo saco a papá del maletero».
Obedecí en automático. Eran la clase de indicaciones que una nunca espera recibir.
Papá era el más amoroso. Siempre nos trató de lo mejor, sobre todo desde que mamá murió en ese entonces dos años antes.
Podría decirse incluso que nos mimaba de más. Tal vez queriendo compensar algo o qué sé yo. Mamá era igual. Éramos una familia normal. O eso era lo que parecía.
Fuera de la casa lo éramos, pero al momento de cerrar las puertas las cosas cambiaban. Papá y mamá se volvían distantes entre ellos.
Durante las cenas nadie hablaba. Era vital no hacerlo. La cena era sagrada. Al terminar, cada quien iba a su habitación y dormía. O fingía dormir.
Después de dejar pasar un largo rato papá entraba a escondidas a mi cuarto. Hacía esas cosas que no son propias de un padre hacia su hija. Lo mismo con mi hermana. Pasó durante mucho tiempo y siempre decía que si alguien nos descubría moriríamos los tres.
Yo no decía nada porque no quería morirme.
Una noche mamá no podía dormir y vio lo que papá nos hacía. Tomó un cuchillo e intentó clavarlo en papá, pero en algún momento ella se dio por vencida y él terminó haciendo lo que ella quería hacer con el cuchillo. Lo clavó en repetidas ocasiones hasta que ella no pudo luchar más y nos trajo a enterrarla a donde estamos ahora.
También ese día era muy temprano para manejar tan aprisa y aun así lo hicimos. Enterramos a mi madre y regresamos a casa escuchando a mi padre decir nuevamente que nadie debía saber porque si alguien sabía todos moriríamos y yo no quería morir.
Pasó tiempo y siguió entrando a nuestras habitaciones a cualquier hora, hasta que un día mi hermana y yo hicimos lo mismo que mamá. Tomamos el cuchillo más grande que había, pero nosotras no fallamos. Lo clavamos en repetidas ocasiones hasta que dejó de respirar. Hacía mucho frío y no hablamos en todo el camino. Empezamos a escavar hasta que encontramos el cuerpo de mi madre. Echamos encima el de papá y regresamos a casa. Siempre con el miedo de morir.