El día 4 de octubre de 1919, los vecinos de Lima —y con esto queremos decir, los vecinos de todo el Perú— amanecieron con la noticia de que un tal Augusto Bernandino Leguía y Salcedo se había hecho con la presidencia para defender la voluntad de un pueblo que andaba dormido. En esos tiempos, ya álgidos por lo próximo que se sentía el verano, hubo el pueblo somnoliento de recordar que se avecinaba el bicentenario de su libertad. Claro que en Lima —y con esto, lamentablemente, no queremos decir el Perú— habían de estar libres antes de que llegara San Martín con su ejército a “liberarlos” en las plazas. Pero esa historia ya les pertenece a otros historiógrafos.
Y mientras todo esto se daba en la capital, mucho más allá, en una casita de Miraflores, encerrado en su habitación, con prohibición de salir o asomarse a la ventana que daba a la calle, se encontraba el mendigo de Lima, don Ricardo Palma, honorífico director de la biblioteca sin libros, y dueño eterno de los libros sin dueño. Ya por esos años, don Palma había ido perdiendo, de a pocos, la cordura. Se pasaba las mañanas repasando en su silla lo que recordaba, escribiendo su nombre donde fuera para no olvidarlo, y tratando de hacerse oír con sus tres hijas, las encargadas de cuidarlo. Si bien era un rumor a voces que don Palma se hallaba más coco que cuerdo, la soledad—y su familia—eran los únicos que habían podido verlo.
Y la dejó probablemente en su oficina, el día que lo removieron del cargo de director para poner en su lugar a su más acérrimo enemigo, uno de esos aristócratas que creía que cascarrabiar con todo lo viejo lo hacía automáticamente mejor. ¿Y quién había sido capaz de tal infamia? El mismo sujeto al que ahora los limeños tenían que llamar presidente, No, no, y no. El mendigo, ni bien espió la noticia —porque desde que perdió la cordura, él tenía que espiar las noticias por su puerta— tomó la decisión de convocar una rebelión para derrocar a ese sujeto y restaurar el orden en Lima. Hubo de mandar a sus sirvientas a comunicar en todos los rincones de la ciudad, a hacerse oír con quienes quisieran oírlos y pagarles a quienes no quisieran oírlos, que se hacía un llamado a la rebelión. Pero tuvo a mal don Palma olvidar que, en lugar de sirvientas, tenía a sus hijas.
Y hubo de esperar sentado en su silla el estallido de una rebelión de la que nadie tenía noticia excepto él. Ya por esos meses, las hijas lo habían dejado al cuidado de tres sirvientas, Marta, Rosa y Milagros, que se encargaban de pasearlo por los alrededores de la casa para que se relajase un poco.
Todo en calma hasta que un buen día, mientras don Palma se encontraba recorriendo la casa con ayuda de Rosa, confundió a su hijo Clemente, con su acérrimo enemigo, el presidente. Su hijo, que no disfrutaba mucho de los arrebatos de su padre y precisamente por estos había dejado de visitarlo, se vio tentado a desairarlo al escuchar que le gritaba “cobarde” pero claro está, era su padre. Ambos nunca fueron muy unidos más allá del apellido compartido, pues la atención de don Palma siempre estuvo volcada a sus libros o a los hijos que tuvo con Cristina. Clemente, hijo de otro vientre, siempre tuvo muy en claro que su padre no decidió tenerlo y de no ser pecado, no lo habría reconocido. Pero los años le habían quitado el rencor de niñez, y ahora trataba de acompañar a su padre en sus momentos más débiles. Y siguiéndole la corriente, quiso averiguar con quién lo estaba confundiendo esta vez, deseoso por olvidar por algunos minutos la realidad nacional.
—Oiga, viejo loco, ¿sabe usted a quién le está hablando? —le espetó, siempre con esa irreverencia tan característica suya, esperando a que su padre lo reconociese. Mas su padre párose de la silla, por vez primera desde la muerte de su esposa, Cristina, para decirle a viva voz que:
—Óigame bien, carajo, o yo no me llamo Manuel Ricardo Palma Soriano. Que usted será presidente mas no por eso no le planto los golpes que bien merecido tiene por las infamias que ha cometido, sino por tres motivos.
Y su hijo, que a duras penas podía ocultar la risa y la sorpresa en su bigote, le respondió:
—¿Cuáles, don Palma?
—Por Ángelica, Cristina y Augusta —señalando a sus tres sirvientas, quienes negras de vergüenza, riéronse de la ocurrencia de su señor.
Los meses pasaron, y don Palma seguía esperando la rebelión, pero la soledad ya no era una amiga pues Clemente iba a visitarlo y ambos conversaban como padre e hijo, más allá de si se trataran como presidente y crítico. Pasaban horas de horas discutiendo asuntos de Estado que Clemente tenía a bien llevar al Congreso, del cual era diputado, para que su padre no se desilusionase de su país. Ya por esas épocas, don Palma no podía dar muchos paseos y andaba echado en la cama de su habitación. Y con cariño, Clemente lo tomaba de la cara y le hablaba con la ternura con la que él hubiera querido que su padre lo tratase de niño, como queriendo recuperar el tiempo perdido.
Mas una de esas tardes, en las que discutían sobre política, don Palma se quedó callado y le pidió disculpas por no poder continuar la discusión, que era urgente que llamase a sus hijas para poder morir en paz.
—¿Se muere ahora, don Palma? ¿Cómo lo sabe?
—Pues déjeme decirle, señor, que si la vida aún me alcanzara seguiría viviendo por los mismos tres motivos que sé que me estoy muriendo…
—No me diga, don Palma, no me diga —y mientras salía de la habitación, dándole paso a sus hermanas, las verdaderas Angélica, Cristina y Augusta, quiso imaginar que los tres motivos, como en la tradición, eran solo uno, eran él.