Pocas veces he sentido tanto miedo como las noches en que dormía en casa de mi abuela. La casa rechinaba y se convertía en un huésped al que nadie quería reconocer como parte de nuestras vidas. Era terrible tener que escuchar cómo el techo parecía caer sobre nosotros mientras intentábamos dormir, o cómo la puerta del patio se golpeaba contra la piedra que durante el día la mantenía abierta. Yo detestaba esa casa, aunque no tanto como odiaba a mi abuela. Entonces, ir los fines de semana a hacerle compañía era un martirio que me molestaba el doble. Sé que ella, mi abuela, también me despreciaba, pero aceptaba recibirme para que no hubiese rumores extraños. No más de los que ya había, porque mis tíos hablaban de lo que ocurría en esa casa, que era algo con lo que mi abuela parecía estar a gusto.
En la familia todos admiraban mi valentía, nadie más quería ir y pasar cinco minutos sentado en un mueble porque los ruidos ya empezaban. Las primeras veces, mi abuela susurraba, con una voz ronquísima de alguien más, que no pasaba nada, que eran gatos sobre el techo. Pero el ruido no era de alguien caminando sobre los tejados, sino de algo, una cosa que, probablemente, no tenía forma y que por medio de ese sonido nos enviaba sus quejas y su desaprobación. Mi madre nunca supo si fue un efecto del sonido, o si de verdad, una noche, la casa estuvo a punto de aplastarla, pero desde ahí no vuelve, ni siquiera pasa cerca de ella.
Pero existe algo triste en esta casa. En sus cosas extrañas, en los fantasmas que, todo el mundo dice, la habitan. Hay algo tan triste y tan profundo que solo la abuela comprendía en su infinita soledad y desdén hacia todo lo que nació de ella misma. Por eso, lo único que quería mi abuela era a su casa tal como había estado desde siempre. No permitía remodelaciones y, quizá por esa razón, tampoco se permitía morir.
Muchas veces pensaba, en esas madrugadas en las que el techo empezaba su quejido y la abuela roncaba en volumen alto, que todo era un plan para que la dejáramos sola. Yo no podría, sin embargo, dejar de frecuentar la casa. Por más terror, por más pesadillas que me causara o por más laberintos que formara con sus habitaciones y me tuviese deambulando por horas antes de dejarme ir al baño.
De todas formas, yo nunca entendería nada. Solo era un parásito en ese lugar que, a veces, me asfixiaba hasta que despertaba en un intento por salvarme. La abuela, en esas ocasiones, se quedaba estática, tal vez meditabunda, en su cama. Yo sabía que estaba despierta, pero jamás dijo algo: “¿estás bien?”, “no pasa nada”. Para la abuela, todo lo que nos ocurría a los demás era comprensible. La única vez que habló acerca de los sucesos, gritó, de nuevo con una voz que no era la suya: “¡La casa me protege!”.
Así pasó los últimos años de su vida: sin visitas, practicando cada vez una voz diferente, encerrada como una tortuga pequeñísima con un caparazón gigante.
Cuando la abuela murió, la casa se mantuvo deshabitada por varios años hasta que una pesadilla me envió devuelta. Al principio, me paseaba por la vereda de enfrente y miraba las ventanas, como si mirase a los ojos de alguien, esperando alguna respuesta, pero esos ojos estaban apagados.
Para el aniversario de la muerte de la abuela robé las llaves de su casa y, sin más cosas que las que cargaba puestas, ingresé. Las luces se encendieron solas y en los cuadros de las paredes ya no era el rostro de mi abuela el que aparecía, sino el mío. Era yo la que estaba en diferentes situaciones, en épocas en las que jamás había vivido, en fotos grises, a blanco y negro, fotos amarillentas, remotas. La casa empezó con sus ruidos, mucho menos violentos que los que antes me lanzaba, y yo recorrí cada parte de ella.
No había polvo, ni rastros de las cosas de la abuela. En cambio, descubrí que mis ropas, mis zapatos, todo lo que yo tenía ahora, estaban en esa casa. Me sentí atrapada, sin ganas de continuar la tragedia familiar, pero sin fuerzas para resolver los laberintos, para dar vuelta a las manijas de las puertas, para recordar cómo se sentía el aire fresco.
Esa noche lloré mucho. Lloré hasta que los ojos se me hincharon y me cegaron parcialmente y me dormí del cansancio. Para cuando desperté, la voz con la que pensaba ya no me pertenecía. “Hola, hola, hola”. Otra voz hablaba mis palabras, con otra voz soñaba mis sueños, con otra voz leía yo esto.
Yo solo podía resignarme, pensar que era la forma de protegerme que tenía esa casa, y me asomaba a la ventana, mirando hacia la calle, olvidando cómo se escuchaba mi voz y cómo se sentía que alguien me tocara la piel.
Pero lo más impresionante y triste era que pensaba todo esto con otra voz que jamás volvería a ser la mía.
Semblanza:
Jenniffer Zambrano Valarezo (Guayaquil, 1995) Estudiante de Literatura en la Universidad de las Artes. Sus textos aparecen en blogs, revistas web y ha sido publicada en varias antologías de cuento ecuatoriano.