Había transcurrido varios minutos en la línea, tiempo que para mí, parecía una eternidad mientras sostenía la bocina entre mi cuello y mi hombro, mis dedos golpeaban con rítmica ansiedad el escritorio. Busqué un bolígrafo para garabatear y en un impulso dibujé un ojo en la yema de mi dedo índice. Un pequeño óvalo y un círculo relleno al interior. No fue la figura lo que me sorprendió, sino los recuerdos, que como una hebra de tinta que, al derramarse en mi memoria, dejó imágenes de una experiencia que, pensé, había olvidado.
Fue en la época de la escuela primaria, específicamente en tercer grado cuando ella llegó: ¿Ekaterina, Katrina? Era un nombre así, pero no logré recordarlo. Para el resto de la clase fue extraño, el nombre y ella. En cambio, para mí fue motivo de asombro su pequeña figura. Tan delgada que parecía que sus brazos se romperían al menor movimiento brusco, blanca piel con una expresión de seriedad y permanente tristeza enmarcada en un oscuro cabello. Se convirtió en mi obsesión seguirla con la mirada.
Ella solía andar con ligeros y escasos pasos, como si quisiera ser invisible para el resto de la clase. A pesar de que estábamos cerca, nunca le hablé, yo solo me concentraba en observar, cuando me descubría haciéndolo, ella sonreía. Un día la vi agachada, remarcaba algo sobre su mano. “Es el ojo que todo lo ve, todo lo sabe, siempre me vigila”, fue su respuesta al preguntarle por qué había un ojo en la yema de su dedo índice.
La primera vez que sucedió, se escuchó por los altavoces de la escuela el tema de “La Coda de Odile”, del Lago de los Cisnes, uno de los favoritos de mi padre. Nadie ponía atención a la música, pero en ese mismo momento, la niña se desmayó y su frágil cuerpo chocó contra el suelo, sin que nadie pudiera evitarlo. Su madre arribó al colegio horas después, sin mucho interés atribuyó el desmayo a que el día anterior habían ido de paseo al campo y que había tenido horas de juegos con su padre. Desde mi pupitre vi a la pequeña encaminarse a la salida, ella volteó y levantó su mano para decirnos adiós, todos la ignoraron y solo yo alcancé a ver aquel ojo en su dedo.
Los desmayos siguieron ocurriendo, y esto ocasionó que ella fuera objeto de burlas y señalada como la rara del salón. A pesar de los pocos intentos de la profesora por integrarla con el resto del grupo, con el tiempo optó por rendirse. Cerca del fin de cursos sucedió algo extraño, como si todo lo concerniente a esa niña no hubiera sido suficiente.
Debíamos estar en el patio de la escuela, para un ensayo del bailable que presentaríamos en el fin de cursos. Tuve que ir al baño y al entrar la vi, llorando en el suelo. Le pregunté qué le sucedió, hablaba tan bajo, como un susurro, me dijo que no quería bailar porque únicamente lo hacía con su padre. “Cuando estamos a solas me pide que baile para él, me sonríe, se acerca, acaricia mi espalda y lentamente me quita la…” Sus palabras fueron interrumpidas por la profesora, que en ese momento entró muy molesta, la levantó del suelo y la sacó a rastras al patio, mientras la llevaban, alcanzó a mirarme y se llevó el dedo índice a la altura de los labios; yo comprendí la orden del ojo, nunca le comenté a nadie las palabras que me dijo. Al siguiente año escolar ya no regresó.
El tiempo transcurrió. Yo tenía quince o dieciséis años, estaba en el supermercado, cuando la volví a ver ¿Katherina? No, ese tampoco era su nombre. Lo que me sorprendió es que seguía luciendo como una niña pequeña, no había crecido mucho y aun conservaba aquella mirada triste, enmarcada en un rostro perfilado. Se acercó y cuando estaba enfrente de mi, vi sus labios abrirse para dirigirme las palabras. En ese instante mi madre apareció y me reprendió por hacerla perder el tiempo al buscarme. Al mirar atrás ella ya no estaba.
—Mamá ¿la viste? Era la niña que se desmayaba.
—¡Estás loca! Camina de prisa, que es tarde.
Poco tiempo después, acudí con mis padres al hospital. Estaba aburrida y salí del consultorio donde ellos hablaban con el doctor. Pasé por una habitación cuya puerta estaba abierta, cuando mis ojos miraron al interior, la vi, sentada a la orilla de la cama, entré y ella me sonrió. “Por suerte, me encontraron antes de que la sangre fluyera a través de mis muñecas”, dijo con voz apenas audible. Me mostró sus manos cubiertas de vendajes, en su dedo índice aún permanecía el pequeño ojo que vigilaba. Al levantar la mirada, ahogué un grito al ver que su rostro era diferente, ya no era la niña. ¡Era yo! ¿Cómo era posible? Retrocedí y caí al suelo, antes de desmayarme pude verla acercarse a mí.
La voz al otro lado de la línea me trajo de golpe al presente.
—¡Diga, bueno, bueno!
Colgué el teléfono sin decir nada. Me dirigí al baño, mojé mi rostro, y levanté la vista al espejo. Los ojos y las arrugas ya surcan mi blanca piel, el cabello oscuro que cae firme alrededor de mi cara. Busqué apresurada las pastillas para la migraña. “¿Por qué mi madre decía que yo estaba loca? Esa niña era real, aunque no recuerde su nombre”.
Luego de beber agua directo del grifo, tomé jabón y lo esparcí entre las palmas de mis manos, la espuma perfumada crecía, froté mis dedos para quitar las manchas de tinta, coloqué mis manos bajo el chorro de agua. Al ver los restos de jabón deslizarse por el lavabo, recordé.
¿Cómo pude olvidarlo? Si nuestros nombres eran casi iguales. Yo soy Mónica y ella era Monike; siempre pensé que se escuchaba mejor la pronunciación de su nombre que el mío. Acaricié el rostro que se reflejaba en el espejo, éramos tan parecidas.
Yo me desmayé en la escuela, ¡Pero fue una ocasión! También solía bailar para mi padre. Sin embargo, él no era capaz de hacerme algo malo. No, nunca lo haría. Lo acompañaba a su habitación donde ponía La Coda de Odile, la melodía empezaba, yo giraba, “Eres mi pequeña”. Luego se acercaba, sus manos recorrían mi espalda, sonreía, él veía todo, él lo sabía todo… tal como dijo ella.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, el agua fría seguía cayendo sobre mis manos. El diminuto ojo aún permanecía en mi dedo índice. Al mirar la cicatriz en el anverso de mi muñeca, recordé las palabras de mi madre después de encontrarme en el suelo del baño.
—Diremos que te enfermaste. Nadie debe enterarse de lo que pasó.