Caminó perseguido por la voz inconfundible de esa mujer, que atropelló su juicio, se adueñó de su voluntad, forzó sus pasos por calles totalmente desconocidas, sin nombre. La voz unida al gesto lo perdió en laberintos asfixiantes, y lo empujó finalmente a una espiral sin retorno, ni futuro. La voz de esa mujer llena de matices se le metió en la cabeza y lo empujó hasta el fondo de un precipicio, en la terca búsqueda de una oportunidad que lo esquivó hasta el final.
Rubén Antonio Rincón dejó su casa en la mañana, está dispuesto a encontrar la oportunidad que se le niega. Viste de traje con la intención de pasar desapercibido y decidió no regresar hasta encontrar su destino en las calles. Necesita sacarse de encima la insistente voz que no deja de oír ni un momento y le repite, desde unos provocadores labios color del vino tinto, la enloquecedora promesa de entregarse en un abrazo sin olvido, la gloria de todos los cielos, y descubrir para él, su piel tostada al sol. Únicamente debe complacerla y llevarla un fin de semana a New York.
Para cumplir su deseo recurrió sin éxito a sus amigos, buscó en los bancos un crédito rápido y obtuvo una planilla de decepción. La voz insistía: Llévame a New York y te haré el hombre más feliz sobre la tierra. Esa promesa llena de provocaciones sube desde las sandalias que ella calza, se expresa en los intensos ojos negros sin máscaray le mina el pensamiento, le come los huesos, le sorbe los sesos.
Intentó. Imaginó. Inventó en vano montones de posibilidades. Una más descabellada que otra y por primera vez se sintió atrapado en sus propias limitaciones. En ese desesperado intento por llevarla a New york torció el rumbo y sin una gota de sentido común, intentó componer su malogrado destino.
Al fin se soltó un eslabón de la cadena, en su desesperado intento por llevarla a New york aceptó cumplir un encargo, un trabajo rápido, un negocio ideal para un hombre con audacia y decisión, o en una circunstancia atormentada. Prometieron pago inmediato y en efectivo. Rubén Antonio Rincón aceptó sin siquiera pensarlo, ya se veía con ella en el avión, sobre las nubes, cruzando los cielos.
Tiene que robarse un auto del año, sin importar la marca, ni el color, no debe estar chocado, ni tener señal o rasguño alguno. Debe dejarlo estacionado en un lugar establecido de antemano y al entregar las llaves obtiene finalmente el dinero, los dólares, que necesita con urgencia.
La voz ha fragmentado su juicio, obliga sus pasos, empuja cada vez con mayor insistencia su ánimo, y siempre con dulzura le pide: Vamos papi a New York. Insiste con otros argumentos: Quiero caminar contigo por Time Square, sentirme deslumbrada a tu lado convertida en ciudadana del mundo, comer en la Pequeña Italia, ver pasar el río Hudson hasta perderse en el horizonte y saber lo que se siente en esa Torre de Babel, donde confluye el eco incomprensible de todos los idiomas.
La voz arrincona a Rubén Antonio Rincón, no le da un respiro, se le mete en la sangre, le exige con dulzura, lo apura mimosa y le repite: Vamos papi. Llévame a New York. Hazme feliz.
A las cinco de la tarde, los destellos de un sol tostado iluminan su oportunidad pintada de verde botella. Con medida impaciencia esperó que el conductor se estacionara y de un salto Rubén se plantó en el costado del chofer, la mano derecha escondida en el bolsillo de la chaqueta empuñaba sus cinco dedos inocentes, con esa mano lo amenazó, con la izquierda abrió la puerta. ¡Bájate! le gritó al chofer y clavó su mirada de incendio en unos ojos aterrados.
Le tomó un segundo cambiar de lugar y arrancar, y otro segundo en llegar al cruce para perderse. En ese momento gritó a todo pulmón con las ventanas cerradas ¡Nos vamos a New York! El corazón aún golpeaba su pecho cuando los seguros se activaron de forma automática y quedó encerrado. El auto convertido en trampa endemoniada se detuvo en medio de la calle aullando, encendiendo las luces. Comprendió en el acto que el dueño había presionado el botón de ¡Pánico!
De una patada rompió el parabrisas, saltó y se abrió paso a la carrera, en ese momento descubrió detrás de él un policía de uniforme y revolver, que con los brazos extendidos al frente lo apuntaba, siguió corriendo, unos pasos apenas faltaban para desaparecer en una esquina providencial. Sonó un disparo y oyó por última vez la voz que lo perdió, era un susurro de terciopelo, una esperanza fallida. Te espero en New York, amor. No tardes.