La tristeza del ser no es más que la condición vital de la indefinición. Nadie puede saber qué es y a dónde pertenece. El pensamiento-la tortura trascendental-es el día a día, la verborrea de la justificación que nadie encuentra.
El hombre necesita a otro. Es el concepto más básico del comportamiento político: el ser no existe sin “otro ser” que lo vea y lo defina. El mundo necesita un enemigo para existir y cambiar. El enemigo, por la misma vida del otro, no puede ser uno mismo. El hombre no puede vivir sin dedos y sin culpas.
Más allá de la construcción del enemigo existe un estado de una hermosa vulnerabilidad: una poiesis inconmensurable. No es un enemigo, es asumir una derrota necesaria. El amor es la entrega total, la oscilación de un ave que vuela entre el pecho y la espalda, entre el alba y el ocaso, entre poema y poema. El amor es una forma sagrada de otredad. Es Dios (aquí sí merece la mayúscula), siguiendo el trabajo de Otto. En el amor todos nos rendimos frente al ojo cálido que, de alguna forma cruel y violenta, nos define a su sombra, que también es nuestra.
El amor se debe vivir con el paso elefantico de la vida. Se debe amar con la locura de un adolescente y, así, poseer la libertad que habita en el espacio infinitamente pequeño entre los cuerpos. El amor y el deseo desenfrenado en el instante niega, por breves momentos, la primera prisión del hombre: el cuerpo, esa jaula que nos ha negado todo y nos obligó a soñar, a embriagarnos con cualquier cosa. El sueño. La cobertura mutua de los cuerpos. La docilidad infinita de un cuerpo sin armadura, de una mano abierta, sin revólver, sin espadas. El peso del amor ocurre en las fluctuaciones del pecho cuando se duerme al mismo tiempo, en el mismo lugar. El amor es la ausencia de miedo o, más bien, es el permiso, es dejarse matar.
El amor se vive en el deterioro constante. La historia nos mata antes de que el cuerpo fenezca. El amor es la trascendencia histórica, es la revolución, es la violencia, es un conjunto de tiempos armónicos, es una música con manos que nos toca. Porque en el amor hay una mano que nos da forma, un aura oscura. La historia arrasa con cualquier voluntad, pero el amor es el olvido del fracaso intelectual del hombre. ¿Necesitamos memorias? Preguntó César Moro, en su inmenso olvido. El amor es la idea más liberal, atemporal y revolucionaria: el mundo puede definirse en su fin inevitable, los edificios se pueden demoler y el mármol puede dejar de ser un pilar y una metáfora. Mientras haya otro a quién amar, un dedo que deje la silueta virtual de nuestra alma alrededor de nuestro cuerpo, mientras haya un nombre que sea más que el nuestro, la historia será una dimensión superior a casi todo, menos al hombre. En el instante en que el hombre no sufra por su pensamiento, la historia se negara en la definición del conflicto infinito del pensamiento.
La única forma en que la política regrese a su núcleo es la ejecución de esta a través de los amantes. Si todos tuviesen un amor violento, loco, un relámpago, la historia no podría con las decisiones, porque estas serían más grandes que la voluntad. El amor no es solo una solución política (obvia), es el chasquido del ser. En el amor, en la mano, en la desnudez, en el tiempo, en la poiesis de los besos y del sueño. En el nombre, en el canto, en las eternidades de la muerte, en los alientos negros de la vida, en todo lo que no parece ser importante. En el amor se encuentra lo único que nos salva, lo único que puede llegar a tener un significado en la prescindible existencia humana.