Y todo para qué

Desde el pasado 9 de noviembre hemos sido bombardeados por diferentes frentes con un sinfín de información respecto a Donald Trump y su repentina intromisión a la historia universal como el futuro presidente de los Estados Unidos de Norteamérica para los siguientes 4 años como mínimo. Sin embargo el hecho de que lo incluya en la presente no es para chotear más un tema del que muchos pudieran estar hartos, sino para aprovechar la inclusión y reflexionar un poco acerca de hacia dónde se está moviendo el mundo, culturalmente hablando, en estos momentos –eppur si muove.

Desde que esto comenzó no han dejado de darme vueltas en la cabeza las palabras de mis maestros de literatura moderna en la universidad, refiriéndose a que la historia del arte ha sido pendular, de lo racional a lo místico, de lo observacional a lo oscuro, de lo científico o docto a lo plenamente mágico, de lo universal a lo extremo nacionalista. Y de aquí arrancamos.

No debemos olvidar, en primer lugar, que las tendencias en las artes son reflejo del cúmulo de ideas que existen en la sociedad al ser un reflejo de ella. Una mirada reflexiva, crítica y, hay que decirlo, muchas veces interpretativa, de lo que sucede a nuestro alrededor. No obstante en ocasiones, en el pasado, la falta de una comunicación eficiente –y efectiva– de los hechos, así como la censura, han hecho que las artes tuvieran también ciertos retrasos, respecto a su exposición, en cuanto a ideas ya muy desarrolladas en otros entornos.

Lo interesante es cómo ha cambiado lo anterior y con la increíble evolución de las comunicaciones, y sobre todo, su masificación desde la entrada del teléfono, de pronto nos hemos convertido en sociedades informadas y con muchísimo más derecho a expresarnos del que tuvieron generaciones anteriores, incluso hace medio siglo. Esto por supuesto influye mucho en el intercambio de opiniones, cuando de pronto dejamos de ser únicamente receptores pasivos, lectores de hechos –y no tan hechos– para enseguida convertirnos en productos de ideas, cuando menos de puntos de vista.

Mucho sabemos ya sobre el discurso nazi y cómo se construyó, y de la teoría Joseph Goebbels, ministro de Ilustración Pública y Propaganda para el Tercer Reich, así como sus once principios propagandísticos. Entonces no es de sorprendernos cómo la administración pública de cualquier país, sobre todo occidentales, tiende a orquestar ideas que después reivindica a través de un proceso de auto-legitimación para transmitirlas a la gran masa y volverlas “verosímiles”.

La cuestión aquí es, cómo nosotros, escuchas de estos pseudo-hechos, reaccionamos a la información, la interpretamos y posteriormente la transmitimos a nuestros allegados en este enorme ir y venir de ideas que nos invade.

Quizá estamos viendo el fin de la era de la globalización, después de que hace veintitantos años las políticas de apertura dieron fin a las tensiones internacionales que se generaron después de la Segunda Guerra.

Con un mundo profundamente herido, incapaz de asimilar las atrocidades de las que era posible la humanidad, queriendo creer que todo era una fantasía, el inicio de la conocida Guerra Fría en parte enmarcó una tendencia, momentánea en aquel momento, por definir los propios principios y fronteras, no sólo políticas, sino también de orden cultural y sobre todo, de identidad. Movimientos basados en la existencia y el nihilismo nos hicieron darnos cuenta que el espíritu humano estaba huérfano en sí mismo, que de pronto había perdido la holgura de ser feliz y se había dado cuenta que el lado oscuro de la moneda tenía un rostro perfectamente formado y capaz de arrastrar hacia sí la luz como un hoyo negro.

Pero entonces la luz se extendió y los vínculos internacionales se reblandecieron, comenzaron a generarse bloques de trabajo, cooperación, y sobre todo apertura económica. Esto le dio un respiro a nuestra esperanza en el futuro, pero comenzaron a generarse problemas que anteriormente no existían, pues las decisiones, al fin y al cabo, se toman en estratos que nosotros, simples mortales, muchas veces no somos capaces ni siquiera de entender.

Había terminado la era de Franco, de Mussolini, de Pinochet.

De pronto todos nos dábamos la mano y saludábamos a un mañana sin fin en el que los lazos de intercambio favorecerían el comercio y por ende el flujo de capital que permitiría a las personas acceder a un mejor futuro. Pero éste, estaba basado únicamente en el poder adquisitivo, que hay que decirlo, no siempre supone una mejor calidad de vida[1].

En todo este movimiento, los ganones realmente fueron las famosas economías emergentes, que de ser países principalmente explotados en temas de recursos, con poca o nula derrama de capital hacia las clases más desfavorecidas, de pronto comenzaron a ver los beneficios de inversión exterior, generando mayores rendimientos en las tasas de ocupación poblacional, mientras las grandes potencias aprovechaban el asunto para eficientar costos y abaratar sus operaciones. Y bueno, ganones entre comillas, porque en realidad el tipo de inversión debería ser acorde al valor de su moneda, de otra manera no sería redituable para el traslado y logística comercial.

Sin embargo, era un mundo en el que todos agarraron su cachito de pastel.

 

[Continúa…]

 

[1] En este punto siempre es bueno referenciar algunas lecturas básicas, como el Tener o Ser de nuestro bien amado Erich Fromm.