Y entonces ¿para qué era la poesía?

Milan Kundera comprendió que los seres humanos nunca alcanzamos la experiencia. Vivimos en un mundo donde, al final, nadie aprende nada. Yo lo veo como una perpetua infancia: un mundo lleno de posibilidades, pero pocas cosas posibles. Sueños, ante todas las cosas. ¿Quién puede decir que sabe amar? ¿Quién, en verdad, puede hablar algo acerca de la vida? Entendernos como seres, como cadáveres, como magia, es algo que solo se logra a través de preguntas sin respuesta. Es porque eso somos: una pesadilla inconclusa, un Sísifo, un ser vivo.

Afirmar que comprendemos la poesía es un insulto al acto mismo de crear. A través de la lectura nos reinventamos y caemos en otra infancia. Al escribir creamos a otro niño que inmediatamente se convierte en fantasma. En ese acto creador de infancia podemos encontrar la pregunta que funge como respuesta frente al acto poético: yo creí ver a ese mi yo fantasma, al espectro universal, al verdadero ser poético en un colegio de Comayagua, mientras asistía a un encuentro de escritores centroamericanos.

Entre el publico había una niña que parecía que quería llorar. En ese llanto contenido, existe el niño que llora entre todos nosotros. Dedicar nuestra vitalidad a cualquier acto creador implica asumir todos los dolores posibles: crear significa asumir el dolor humano y transformarlo en un niño que les susurre a todos los posibles caminos: los del corazón, los del cuerpo, los de las banderas en llamas. Así, asumiendo el deber de crear, yo asumí el llanto de esa niña. Ambos queríamos llorar desde nuestros mundos: ella acarreaba el peso de su vida, de su ser, de su momento. Yo asumía su llanto y contenía el mío: ese día yo quería llorar por amor. En función de ella yo escogí los poemas que leí: uno de amor, otro a la soledad y otro que era un agradecimiento a los llantos que nunca terminan.

Y entonces, vi un fantasma: a través de la ligereza del lenguaje yo intenté llorar con ella. Ese es el niño del acto poético: el del intento de llorar juntos, de amar juntos, de morir juntos. Nuestra condena inicial es la soledad, pero ese acto extraño de crear busca negarnos lo que irrefutablemente somos. Crear es el dolor, crear es la rebeldía, crear es el acto más humano de amor. Al crear yo me reinvento para intentar reinventarnos.

Quizá yo no le logré leer nada importante. Quizá nuestros dolores eran inmensamente diferentes, pero en la misma esencia del dolor existe la motivación inicial para hacer las cosas diferente. Yo escribí, ella tal vez no, pero ambos éramos niños tristes. Nadie sabe qué es la poesía, pero es natural que sea algo humano. Yo no puedo amar y lloro, ella sufre, yo sufro. Ese es el fantasma de la creación poética: el sufrimiento de no poder ser nuestros, de no poder llorar, amar, vivir, morir, soñar o volar. De no poder ser algo más que un solitario mamífero en el mundo. Sufrimos por no ser el niño que se hizo fantasma, por no ser el dios que tanto amamos.

Y de ese inevitable sufrimiento nace el acto más hermoso y rebelde: creamos algo que, en principio, para no servir para nada.