Un nobel inmerecido para Bob Dylan

Ciento trece mujeres y hombres alrededor del mundo han ganado el Nobel de Literatura desde el inicio del siglo veinte y este año, lamentablemente, la Academia Sueca decidió la máxima presea del mundo de la palabra como fin de la felicidad estética en un libro para un músico: Robert Allen Zimmerman, mejor conocido como Bob Dylan.

Inmerecido premio para el autor de la mítica canción Blowin’ in the wind a quien no se le entrega el máximo galardón literario del planeta por su actividad creativa como cronista o por su libro de poesía titulado Tarántula. No, los jueces dictaminadores de 2016 compararon las letras de las canciones de Dylan con autores clásicos e imprescindibles para la historia de la letras universales como Homero o Safo.

Ciertamente la trayectoria artística de Bob Dylan merece todos los címbalos de júbilo necesarios en lugares como el Salón de la fama del rock and roll, al cual se le incorporó desde mil novecientos ochenta y ocho. Y sí, convirtió a la música ranchera norteamericana (el folk, pues) en un instrumento para manifestarse contra atrocidades de lesa humanidad como la Guerra de Vietnam.

Siempre músico de contracorrientes, Dylan decidió desde sus primeras presentaciones masivas, por ejemplo en el New Port Folk Festival, la desincorporación de la música acústica para darle a su público algo de guitarras con distorsiones en un tiempo donde diez años antes el compromiso político de un artista no era bien visto.

Imaginemos a músicos populares (malos o no, cada cual tendrá sus gustos) como Gerardo Ortiz, frente a un palenque acostumbrado a las borracheras, la violencia, las armas, el desprecio por la vida y la sumisión de la mujer y de pronto, Gerardo hace a un lado su guitarra acústica y le entrega poesía y distorsiones eléctricas a su público: ése ha sido en verdad Bob Dylan, al menos el más joven.

La simple decisión de un Dylan ya exitoso y reconocido en 1965 por canciones como Mr. Tambourine Man o Blowin’ in the wind de hacerse de una guitarra eléctrica y una banda de acompañamiento, le mereció un humillante abucheo en el Newport de aquella época. Bob era un hombre cómplice del capitalismo, dijeron. Maggie’s farm, Like a rolling Stone y Phantom engineer fue el tiempo en el escenario de nuestro cantautor.

Treinta y siete años después de aquella ignominia en New Port, Bob Dylan volvería a esa tierra a manera de objeto de culto donde antes se le humilló y este año está aquí quitándole la eterna esperanza del Nobel a escritores como Haruki Murakami.

El autor de Tokio blues parece hecho para la victoria como best seller pero está totalmente desmembrado ante las estúpidas apariencias mediáticas como la de la Academia Sueca, quien quisiera quitarse el frac, ella y todos sus miembros, pero no su condición de élite a favor de una figura tan revolucionaria para la vejez jipi contemporánea.

El Nobel para Bob Dylan no es por la juventud disidente de nuestros días, por las miles de poblaciones indígenas hundidas en la miseria, contra los abusos militares en medio oriente. La Academia se premia a sí misma y a la invención de su propia nostalgia con un ícono ahora aburguesado del rock and roll.

El Nobel a Dylan es una auténtica patada en el culo para literatos importantísimos a quienes la enfermedad, la ceguera o la locura consumieron, como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges o Juan Rulfo (si citamos solo algunos pocos) a quienes nunca se les gratificó con la posible paz internacional del reconocimiento al sacrifico de su salud, por unas cuantas bellas palabras capaces de hermosura.

Por lo demás, no me incunbe el tema tratado sobre si Bob Dylan necesita los 933 mil dólares y no me importa a dónde arrojará o donará su dinero. A fin de cuentas, no lo merece pero es el hombre ganador de este año.

¡Enhorabuena por Bob Dylan! ¡Asco de Academia Sueca!