Un bardo en fronteras imposibles

Las épocas viejas nunca desaparecen completamente 

y todas las heridas, aun las más antiguas,

 manan sangre todavía.

Octavio Paz, El laberinto de la soledad

Alejandro González Iñárritu nació en la Ciudad de México, pero por su obra liminal, es muy cercana al ser fronterizo, al bajacaliforniano. Umbrales que no son ajenos a estas eternas barreras son descritas en Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. De este lado no es extraño despertar en varias realidades que uno jura sueño, pero no lo son.

No es inusual el caos Tijuana a mediodía y luego el repentino orden de conciencia, tranquilidad. Existen muchas maneras de fluir con la realidad y de eso da cuenta este informe de eventos: el documentalista abre las puertas de su vida para que comencemos la carrera a su lado, al lado de migrantes sostenidos por el manto y las manos de la virgen. 

A ratos puede resultar excesiva la explicación no requerida como si dijera: “los otros me ven con envidia, he volado tan alto que ya no me reconozco a mí mismo. He despegado los pies del suelo para ver mi país desde mi éxito, pero también he sido azotado y he enterrado la cara en el lodo porque no puedo aceptar, con todo lo que soy, este reconocimiento, la paradoja es que he mentido, soy un impostor”. Ese parece ser el intenso monólogo del documentalista. ¿Y quién no se ha sentido impostor en su propia vida, sentir que lo que se tiene se le ha arrebatado a alguien que lo merecía más?

Bardo es el baile con lo absurdo, desde el cansancio de ser alguien que uno o los demás no comprenden, se baila al son que a uno le toquen, en pareja, alrededor de los hijos y se baila frente a una fogata social en la que ardemos todos los días, bailamos para no llorar o, mejor dicho, lloramos bailando. Se baila en un salón de baile de la Ciudad de México, en medio de la pista, rodeado de cientos, alzando los brazos como serpientes, siguiendo una cadencia meditativa, olvidando la muerte por unos segundos: en unos momentos perfectos escuchando Let´s Dance con Bowie. Una belleza.

La virtud de saberse falible, estúpido, genial, poeta visual. Hay algo más detrás de lo que se ve, pero ante los demás nunca es suficiente. Uno no alcanza a satisfacer los deseos de los otros; la familia quiere siempre otra cosa, el público desea adorar y destrozar al creador porque esa es su manera de amarlo. Destrozar para emancipar. En muchos años alguien dirá que lo creado por nosotros es bello, imposible (diría el Gabo), alucinante y terrible, como Francisco Toledo, sublime en su eros.

Daniel Jiménez Cacho ha dicho que se presentaba a grabar la película siendo él mismo, dejándose llevar por su propio estar en el mundo. Tan fiel se ha representado que en muchas escenas no lo vemos, el que surge de ese ambiente onírico es el propio Iñárritu, usan los mismos zapatos y los dos se hacen pequeños (como todos nos hemos reducido a los siete años en la sala del cine) ante un padre que surge de cualquier lugar de la memoria dolorosa, de un baño público, por ejemplo.

Soñar que se toma impulso y sobrevolar. Desdecirse, o no, ante los oficiales estadounidenses porque se es menos ciudadano que ellos. Ser fronterizo, Iñárritu traza y rompe vallas para brincar sobre ellas. Se posa en un dios prehispánico agonizante (ahí, en su pecho están anudadas las raíces de los pueblos originarios, su lengua materna y gloria de naciones dentro de este México). Silverio corriendo al lado de los migrantes (rezan suspendidos en una fe que los convierte en mártires de un desierto que todo traga y seca). 

Silverio siendo maquillado antes de participar en una entrevista en la que será humillado frente a millones de espectadores. La maquillista se esmera en dar color sólo a uno ojo del documentalista, casi vemos al personaje de Alex DeLarge de la película A Clockwork Orange (Kubrick, 1971), obligado a “ver” lo terrible de sí mismo en un escenario de una famosa televisora mexicana. Silverio con su ojo maquillado en negro detiene su vuelo constante para enfrentarse a su éxito descomunal, es culpable de provocar envidia entre sus colegas. Él, que se agiganta y empequeñece porque merece y obtiene, pero dice no sentir nada entre más importante sea el reconocimiento.

Pero el fluir es permanente, el río no se detiene ni el dolor o la alegría. Saberse mortal y perdido en el mundo nos coloca en ese correr entre el polvo y la multitud, nos cohesiona en reconocimiento de la esperanza en los ojos de los migrantes que son como nosotros, o en un baile a solas en un salón oscuro de la calla Revolución en Tijuana, por horas, días, meses o años a ritmo, of course, de la música de David Bowie.