Un aprendizaje permanente

El 16 de marzo se cumplieron 130 años del nacimiento de César Vallejo (1892-1938); el 15 de abril, 84 de su desaparición. Y este año celebramos el primer siglo de Trilce. Más por el natalicio de un poeta enorme y la aparición de una poesía de las más radicales en nuestra lengua que por los números redondos, las efemérides saludan, exultantes e incomprensibles.

Empecé a conocer la obra de Vallejo en el taller literario que coordinó el escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja (1931-2015), en la Casa de la Cultura de Aguascalientes, entre 1976 y 1980. Por mera casualidad o insondable capricho cronológico, el maestro nos abandonó el mismo día en que nació el peruano, pero hace siete años. Desde entonces me han acompañado las enseñanzas de ambos, remotos en el tiempo, inmediatos en la lectura y la escritura.

Transcurrían las primeras sesiones del taller. El maestro preguntó qué había leído. Respondí Machado, Darío y los modernistas, la generación del 27… Entonces me recomendó Huidobro, Neruda, Vallejo y otros latinoamericanos. Yo escuchaba sin moverme, hasta que me preguntó por qué no anotaba; no quería seguir hablando frente a quien no parecía tomar en serio sus palabras. Abrí mi libreta y anoté frenético, mientras él reanudaba su listado con Eliot, Mallarmé y otros franceses.

En aquel tiempo no había internet y los teléfonos solo servían para hablar y escuchar a una persona a la vez. Conseguir el libro deseado exigía bucear en librerías; si no brotaba en ninguna se debía telefonear a un amigo que viviera en una ciudad más grande, de preferencia la de México. Y esperar varios días el correo postal o por semanas la visita del amigo para recibir finalmente el ansiado libro.

Desde que lo tomábamos en las manos ya estábamos absorbiéndolo. El peso del volumen tonificaba más que músculos y nervios. Su olor funcionaba como el reclamo irresistible al que una parte de nosotros mismos, desconocida hasta entonces, acudía sin saciarse jamás con lo abrevado. No de otro modo se vuelca el ávido lector sobre esas fuentes inagotables. Convertirse en escritor exige leer mucho, pero también escribir mucho y vivir mucho.

Para un joven que por primera vez conocía gente con inquietudes similares a las suyas, esa fórmula significaba que había encontrado a su verdadera familia, pues ponía en primer plano lo que los demás consideraban despreciable y desde entonces se convirtió en lo que ahora se llama huella genética. Pero como todavía no se inventaba eso, no podía entenderlo sino como un golpe de buena suerte; vivíamos intensamente la experiencia del taller.

Empecé a conocer a Vallejo y a otros autores. Pero este César ha llegado a ocupar un lugar preponderante entre mis poetas. Sus obras están entre las que más he frecuentado, sin salir jamás de sus aguas igual que antes del chapuzón, aunque chapoteara en unos cuantos versos. Por eso digo que empecé a conocerlo: sigo conociéndolo, en cada vuelta encuentro algo nuevo. El joven leyó, escribió y vivió mucho. Ahora puede completar la dimensión semántica del texto con una carga de información de la que entonces carecía.

Pero encontrarle nuevos sentidos a un poema de Vallejo no significa que haya agotado su lectura. Nunca me lo propuse. Ni siquiera cuando Donoso Pareja nos introdujo en la lingüística y la semiótica, como bases para el análisis de los textos literarios que producíamos en el taller; debíamos volvernos lectores especializados y no simplemente decir esto me gusta y esto no. El uso de herramientas teóricas no podía enfriar el contacto con un poema; no bastaba con referirse a expresiones y contenidos; había que sentir el hecho poético para poder hablar de él. Debíamos basarnos en el texto. De otra manera sólo diríamos tonterías.

Se trataba de superar la facilidad que ya teníamos para el uso del lenguaje y adquirir habilidades para hacer cosas difíciles; enfrentar retos que exigieran cierto esfuerzo, no escribir oscuramente. Trilce conserva la magia de escapar a los más rigurosos análisis. Conocí un estudio de la obra que la reduce a un diagrama; algo así debe gustarle a los que hacen cualquier cosa, menos poesía.

Y ya entrados en dificultades, cultivándolas descubrí Paradiso, del cubano José Lezama Lima (1910-1976) y aquello de que “solo lo difícil estimula”. Y la alusión a la poesía como algo que se nos escabulle cuando creíamos tenerlo en su “definición mejor”. Siguiéndolo llegué hasta Góngora y, ya en la órbita del seminario de literatura que David Huerta (1949) impartió durante la última década del siglo pasado, al estudio de Francis Jammes (1868-1938) que hace legibles las Soledades.

En Trilce, Vallejo liberó al significante del significado, abrió nuevas sendas a la poesía. En el taller, Donoso Pareja nos mostró la necesidad de adquirir dificultades. Armonizarla con la libertad ha constituido un aprendizaje permanente.