Cuento «Último atisbo de primavera» por Alejandro Arias Vasquez

Había colocado la tibia palma de su mano por sobre el pecho de su pequeño hermano. Frotaba con suavidad mientras el niño apenas y abría los ojos. Parpadeaba, y lentamente recuperaba el asfixiante ritmo de la respiración. La niebla había cubierto gran parte del camino y el aroma del mar susurraba a sus espaldas. El tiempo no daba treguas. Tomó las frías manos del pequeño y lo llamó por su nombre. El niño se fue reincorporando hasta alcanzar la altura gacha de sus hombros, y lo abrazó, como si fuera el último abrazo. Ambos conservaban intactas las lágrimas del último llanto.

Se levantaron y echaron a andar hacia el este, cuesta arriba. La noche ocultaba bastante bien las grietas del camino que parecía estar partido a la mitad, y el mar se empezaba a retirar. Nunca nadie que conocieran había vivido una situación como aquella. Ni sus padres. Ni sus abuelos. Habían escuchado rumores del otro lado del mundo, donde los mapas se modificaron hacía ya unos años atrás. El mundo era un lugar diferente desde entonces; las noches eran más largas que los días, y el invierno más constante que el verano. Las distancias se habían vuelto más extensas. La geografía variaba año tras año, y a ese mundo ellos fueron a parar, sin ninguna intensión en especial. Pero ahí estaban, envueltos en tinieblas.

Ninguno de los dos reconocía la hora ni el día, ni la época del año. Hacía mucho que no veían la luz del sol, y siguieron adelante. Era la noche más oscura de sus vidas.

Al cabo de unos minutos el pequeño alzó la mirada y tomó del abrigo a su hermano. Mira, le dijo. Del cielo salían breves ondas de luz que iluminaban fugazmente el sendero por el que caminaban. Un espectáculo brillante y aterrador a la vez. Entonces volvieron la mirada sobre el camino, avanzaron sorteando todas las grietas de la húmeda tierra y se movieron rápidamente hacia los lados, siempre juntos. El viento del oeste se aproximaba con fuerza. Habían logrado salir del sinuoso camino de tierra, y el barro de sus zapatos se iba esparciendo con el andar sobre el asfalto. El suelo nunca había parado de temblar desde que salieron de la costa. Tal vez eran los únicos con vida que lograban escapar de allí.

Empezaba a hacer más frío y el viento iba despejando la niebla del camino. Pensaron que la cima no debía estar muy lejos. Andaban por lo que antes era una alameda y sabían que ese era el camino correcto. Rodeados de árboles desnudos; el camino que unía la costa con las alturas era hermoso, pero hoy era siniestro. Entonces el niño empezó a llorar en silencio mientras caminaba. Su hermano se agachó y le tomó de los hombros. Lo miró fijamente durante unos segundos sin decir una sola palabra. Luego: Eres mi hermano. Te amé desde que te vi en los brazos de mamá. No creo que lo recuerdes —el chico lo siguió mirando fijamente—. Te confieso que no quería que llegaras, pero llegaste, y desde ese día nunca he querido que te vayas. En ese momento pudieron escuchar el sonido de la tierra en movimiento y tal vez el correr del viento en sus mejillas. Naciste luchando. Eres la persona más valiente que conozco. Así que ahora prométeme, mírame, prométeme que seguiremos adelante juntos. Los ojos del niño temblaban. Sí, hermano, sí, hermano. Y por un instante sus corazones dejaron de latir.

Ambos siguieron andando durante varios minutos por el mismo camino. Escucharon explosiones a lo lejos, pero eso no los detuvo ni los distrajo. La cima se encontraba a escasos metros. Ya habían alcanzado cierta altura y volvieron la mirada hacia atrás. Pudieron ver la costa cuesta abajo. El mar se empezaba a abrir paso entre los escombros, y contemplaron aquella escena con desolación. El niño susurraba algo indescifrable. Su hermano lo rodeó con uno de sus brazos y lo acercó a su regazo. Luego continuaron el ascenso por la colina.

Estaban completamente exhaustos, y ya en la cima se percataron que no eran los únicos en llegar con vida. Se acostaron sobre la tierra y el pequeño miró el rostro de su hermano. La oscuridad más profunda volvió a inundar sus ojos. Entonces una vez más le colocó la tibia palma de su mano por sobre su pecho y lo empezó a frotar con suavidad.

En su octavo cumpleaños su madre había decidido sorprenderlo con lo que creía sería el mejor de los regalos. Pronto tendrás un hermano con quien jugar, le dijo. Pero eso no pareció alegrarle el día ni la noche. Era tal vez el último atisbo de primavera en todo el planeta, y el niño había elegido lamentar su suerte observando las olas del mar tras la ventana de su habitación.