Traducción del poema «Infancia» de Richard Aldington por Ninette S. Aravena

I n f a n c i a                    

Richard Aldington

I

La amargura, la tristeza, la miseria de la infancia

extinguieron mi amor por dios.

No puedo creer en su bondad,

pero sí creo en muchos dioses vengadores.

Sobre todo, creo

en dioses de implacable monotonía,

crueles dioses locales

que marcaron mi infancia.

II

He visto a personas poner

una crisálida en una caja de fósforos,

“para ver”, me decían, “en qué tipo de mariposa nocturna se convertiría”.

Pero cuando rompía su cáscara

resbalaba, tropezaba y caía en su prisión,

intentaba trepar hacia la luz

en busca de espacio para secar sus alas.

Así era yo.

Alguien encontró mi crisálida

y la encerró en una cajita de fósforos.

Se golpearon mis alas marchitas,

sus colores se convirtieron en escamas grisáceas

antes de que abrieran la caja

y la mariposa pudiera volar.

Y para entonces ya era muy tarde,

porque la preciosidad que tiene un niño,

y las cosas buenas que aprende antes de nacer

cambiaron, así como cambiaron las escamas de la mariposa.

III

Odio esa ciudad;

odio la ciudad en la que vivía cuando era pequeño;

detesto pensar en ella.

Siempre había nubes, humo, lluvia

en ese sombrío y pequeño valle.

Llovía, siempre llovía.

Creo que nunca vi el sol hasta que cumplí nueve años—

y para entonces ya era muy tarde;

después de los primeros siete años, todo es demasiado tarde.

Esa calle larga en la que vivíamos

era tan opaca como una alcantarilla

y casi igual de sucia.

Estaban la universidad grande,

y el edificio pseudo-gótico de la municipalidad.

También estaban las miserables tiendas de provincia—

la tienda de abarrotes, y las tiendas para mujeres,

la tienda donde compraba los boletos para el bus,

y la tienda del piano y del gramófono,

en donde usualmente me quedaba parado

mirando fijamente los inmensos y brillantes pianos, y la imagen

de un perro blanco que miraba dentro de un gramófono.

¡Qué aburrido, mugriento, gris y sórdido era!

En días húmedos —siempre estaba húmedo—

me arrodillaba en una silla

y miraba desde la ventana.

Los sucios tranvías amarillos

se arrastraban ruidosamente

con un estrépito de ruedas y campanas,

y un zumbido de cables se escuchaba en lo alto.

Vomitaban la asquerosa agua de lluvia desde los rieles vacíos,

y luego el agua regresaba

llena de burbujas de espuma café.

No había nada más que ver

—todo era tan aburrido—

excepto por unas cuantas piernas grises bajo brillantes paraguas negros,

corriendo por el pavimento gris y reluciente;

a veces había una carreta,

y sus caballos, con los cascos, hacían un ruido fuerte, hueco y extraño

mientras llovía silenciosamente.

Y había un museo gris

lleno de pájaros muertos, insectos muertos y animales muertos,

y unas cuantas reliquias de los romanos —también muertos.

Había una costanera,

un largo paseo de asfalto con un inhóspito camino a su lado,

tres muelles, una fila de casas,

y un asqueroso olor a sal que provenía del puerto.

Yo era como una mariposa nocturna—

como una de esas mariposas emperador de color gris

que revolotean por las viñas en Capri.

Y esa maldita y pequeña ciudad era mi caja de fósforos,

dentro de la cual me golpeaba y me golpeaba

hasta que mis alas se desgarraron y se destiñeron, se marchitaron

como esa maldita ciudad.

IV

La escuela era tan aburrida como esa monótona calle principal.

Me enseñaron garabatos—

quería estar solo, aunque era muy pequeño,

solo, lejos de la lluvia, lo sombrío, lo monótono,

lejos, en otra parte—.

El pueblo era aburrido;

la costanera era aburrida;

la calle principal y las otras calles eran aburridas—

y recuerdo que estaba el parque,

el que también era horriblemente aburrido,

con sus camas de geranios que nadie podía coger,

y el césped cortado sobre el que no podías caminar,

y el estanque de peces de colores en el que no debías meterte,

y la reja hecha de los huesos de la mandíbula de una ballena,

y los columpios, que eran sólo para “niños de colegio privado”,

y sus senderos de piedrecilla.

Y los domingos tocaban las campanas

de las iglesias bautista, evangélica y católica.

tenían el ejército de salvación.
Me llevaron a una iglesia anglicana;

el apellido del párroco era Mowbray,

que “es un buen apellido, pero al que le da mucha importancia—”,

eso es lo que decía la gente.

Llevé un librito negro

a esa fría, gris, húmeda y apestosa iglesia,

y tuve que sentarme en un banco duro,

levantarme del banco y arrodillarme cuando cantaban salmos,

y levantarme y arrodillarme cuando rezaban—

y después no había nada que hacer,

excepto jugar a los trenes con los libros de cánticos.

No había nada que ver,

nada que hacer,

nada con que jugar,

a excepción de una pieza vacía en el segundo piso,

donde había una inmensa caja metálica

que contenía reproducciones de la carta magna,

de la declaración de la independencia,

y una carta de Raleigh después de la armada.

También había varios paquetes de estampillas:

loros de Guatemala amarillos y azules,

ciervos azules y mandriles rojos, y pájaros de Sarawak,

indios y buques de guerra

de los Estados Unidos,

y los retratos en verde y en rojo

del rey “francobollo”[1] de Italia.

V

No creo en dios.

Creo en dioses vengadores

que nos atormentan por pecados que nunca cometimos,

pero que aun así cobran venganza por nosotros.

Es por eso que nunca tendré hijos,

nunca encerraré a una crisálida en una caja de fósforos

porque la mariposa se dañaría,

se apagarían sus brillantes colores,

cuando sus alas se golpearan contra las sombrías paredes de esta prisión.

Poema extraído del libro Some Imagist Poets, 1915, Richard Aldington

[1] Francobollo: estampilla o sello postal en italiano.


Versión Original: 

                                         C H I L D H O O D

I

The bitterness, the misery, the wretchedness of childhood
put me out of love with God.
I can’t believe in God’s goodness;
I can believe
In many avenging gods.
Most of all I believe
In gods of bitter dullness,
Cruel local gods
Who seared my childhood.

II

I’ve seen people put
A chrysalis in a match-box,
“To see,” they told me, “what sort of moth would come.”
But when it broke its shell
It slipped and stumbled and fell about its prison
And tried to climb to the light
For space to dry its wings.

That’s how I was.
Somebody found my chrysalis
And shut it in a match-box.
My shrivelled wings were beaten,
Shed their colours in dusty scales
Before the box was opened
For the moth to fly.

And then it was too late,
Because the beauty a child has,
And the beautiful things it learns before its birth,
Were shed, like moth-scales, from me.

III

I hate that town;
I hate the town I lived in when I was little;
I hate to think of it.
There were always clouds, smoke, rain
In that dingy little valley.
It rained; it always rained.
I think I never saw the sun until I was nine—
And then it was too late;
Everything’s too late after the first seven years.

That long street we lived in
Was duller than a drain
And nearly as dingy.
There were the big College
And the pseudo-Gothic town-hall.
There were the sordid provincial shops—
The grocer’s, and the shops for women,
The shop where I bought transfers,
And the piano and gramaphone shop
Where I used to stand
Staring at the huge shiny pianos and at the pictures
Of a white dog looking into a gramaphone.

How dull and greasy and grey and sordid it was!
On wet days—it was always wet—
I used to kneel on a chair
And look at it from the window.

The dirty yellow trams
Dragged noisily along
With a clatter of wheels and bells
And a humming of wires overhead.
They threw up the filthy rain-water from the hollow lines
And then the water ran back
Full of brownish foam bubbles.

There was nothing else to see—
It was all so dull—
Except a few grey legs under shiny black umbrellas
Running along the grey shiny pavements;
Sometimes there was a waggon
Whose horses made a strange loud hollow sound
With their hoofs
Through the silent rain.

And there was a grey museum
Full of dead birds and dead insects and dead animals
And a few relics of the Romans—dead also.
There was the sea-front,
A long asphalt walk with a bleak road beside it,
Three piers, a row of houses,
And a salt dirty smell from the little harbour.

I was like a moth—-
Like one of those grey Emperor moths
Which flutter through the vines at Capri.
And that damned little town was my match-box,
Against whose sides I beat and beat
Until my wings were torn and faded, and dingy
As that damned little town.

IV

At school it was just dull as that dull High Street.
They taught me pothooks—
I wanted to be alone, although I was so little,
Alone, away from the rain, the dingyness, the dullness,
Away somewhere else—

The town was dull;
The front was dull;
The High Street and the other street were dull—
And there was a public park, I remember,
And that was damned dull too,
With its beds of geraniums no one was allowed to pick,
And its clipped lawns you weren’t allowed to walk on,
And the gold-fish pond you mustn’t paddle in,
And the gate made out of a whale’s jaw-bones,
And the swings, which were for “Board-School children,”
And its gravel paths.

And on Sundays they rang the bells,
From Baptist and Evangelical and Catholic churches.
They had the Salvation Army.
I was taken to a High Church;
The parson’s name was Mowbray,
“Which is a good name but he thinks too much of it—”
That’s what I heard people say.

I took a little black book
To that cold, grey, damp, smelling church,
And I had to sit on a hard bench,
Wriggle off it to kneel down when they sang psalms,
And wriggle off it to kneel down when they prayed—
And then there was nothing to do
Except to play trains with the hymn-books.

There was nothing to see,
Nothing to do,
Nothing to play with,
Except that in an empty room upstairs
There was a large tin box
Containing reproductions of the Magna Charta,
Of the Declaration of Independence
And of a letter from Raleigh after the Armada.
There were also several packets of stamps,
Yellow and blue Guatemala parrots,
Blue stags and red baboons and birds from Sarawak,
Indians and Men-of-war
From the United States,
And the green and red portraits
Of King Francobollo
Of Italy.

V

I don’t believe in God.
I do believe in avenging gods
Who plague us for sins we never sinned
But who avenge us.

That’s why I’ll never have a child,
Never shut up a chrysalis in a match-box
For the moth to spoil and crush its bright colours,
Beating its wings against the dingy prison-wall.


Semblanza:

Ninette S. Aravena (Valparaíso, Chile). Traductora freelance, misántropa, descriptora de profundidades.  Ha publicado cuentos (algunos bajo su nombre real Inés Luque Aravena) en las revistas El narratorio, Penumbria, Fantastique, Valdivia Críptica, y en la antología de historias de terror Mi abuela tiene un bicho de Oráculo Ediciones. Además, fue finalista del concurso “De amor, locura y muerte” (Argentina). Escribe periódicamente en su blog «Escenas de una vida Imaginaria» (https://unavidaimaginaria.wordpress.com/).