Trabajar cansa

Fue gracias a Cesare Pavese que empecé este compendio de cuatro artículos alrededor del cansancio, especialmente por la relectura de su poemario Lavorare stanca, que leo en la Colección Visor de Poesía. Huelga decir que estaba fatigado hasta extremos que no había conocido; es decir, cansado a partir de los matices que perfilé sobre I. Reilly y Bartleby como personajes, y extenuado sobre lo dicho con Pessoa y (ahora) Pavese en tanto poetas. 

El cansancio, la fatiga, la extenuación o el estancamiento son la nueva normalidad a la que nos enfrentamos día a día. Cualquier lector reconocerá este tándem de palabras (nueva normalidad) como un eco de la era Covid-19. Por supuesto, yo también oí aquella categoría y la deseché (es decir, la acepté) sin mayor problematización. Pero existe una palabra (nunca usada por los medios) para describir aquellos fenómenos, procesos o conductas re-inscritas en los hábitos sociales: abnormalidad. Un ejemplo de esta nueva normalidad es el cuidado en el manejo de la información digital, es decir, una nueva higiene en contra de virus o spam como un elemento tan cotidiano como lavarse las manos. 

Ahora bien, ¿qué pasa si leemos los famosos poemas-narración de Pavese como una muestra, tanto sintomática como paradigmática, de este proceso? ¿Qué anormalidad ha quedado re-inscrita como perteneciente desde siempre a la región piamontesa? ¿Qué analogías embaucan a sus usuarios desde marcos narrativos alienantes? Véase, hoy por ejemplo, la retórica de lo digital con palabras como “virus”, “nube” o “red” que vuelven opaca la realidad material que las sustenta. 

Para finales de la primera mitad del siglo XX, la poesía de Pavese es un ejemplo de un cambio (si bien, no novedoso en sí mismo) apuntalado en el momento correcto. Podría decirse que los poemas de Lavorare stanca abren nuestros ojos a las grandes y verdaderas cuestiones, pero nunca a través de momentos particularmente especiales de nuestras existencias individuales, sino (y este es el detalle) desde la banalidad cotidiana de nuestras pequeñas catástrofes, tan cómicas como patológicas. ¿No es Pavese un perfecto ejemplo, pionero en todo caso en la poesía italiana de aquella época, de un cerebro que envejece cada vez más rápido? 

La Edad de Oro que evoca Pavese está siempre soterrada o perdida, como una herida escondida gracias a un constante fluir de la sangre. Yo leo el final del famoso poema “Los mares del sur” como la muestra de una consciencia que sabe por qué el paraíso está perdido, estando incluso frente a uno, inasible entre sus propias manos. 

Pero cuando le digo 

que está entre los afortunados que vieron la aurora

sobre las islas más bellas de la tierra, 

sonríe ante el recuerdo y responde que el sol 

se alzaba cuando ya el día era viejo para ellos.

De entre las muchas maravillas que componen Lavorare stanca, fíjese el lector cómo el centro gravitatorio del cansancio permea todo: un cansancio del imposible encuentro. Ni siquiera los fumadores son una reconquista feliz de la ignorancia o de la improductividad (como argumentan algunos); en “Fumadores de papel” la angustia se dibuja a través de las exhalaciones de una vida que quisiera: ‘decirle que no/ a una vida que utiliza el amor y la piedad,/ la familia, el trocito de tierra, para atarnos las manos’. En “Dos cigarrillos” el elemento recursivo suele pasarse por alto: hay una historia dentro de una historia dentro de un poema. En la noche, los trabajadores se detienen un instante para fumar, dos de ellos (un hombre y una mujer) harán del encuentro el único subterfugio posible a su realidad. Pero mientras el hablante lírico refiere la historia de la mujer, otra historia se relata: la de un chal que procedía de Río. Evidentemente, el chal pertenecía a esta mujer que se queja de haberlo perdido (puesto que le servía de estufa) en el trajín del día y durante esta pausa entre cigarrillos. Dice el poema: 

Aquel chal procedía de Río, pero la mujer dice 

que le alegra su pérdida, puesto que me ha encontrado. 

Si el chal procedía de Río, hizo un viaje nocturno 

sobre un océano bañado por la luz del gran trasatlántico.

A buen seguro, en noches ventosas. Era regalo de un marinero. 

[…] Miramos hacia el cielo: 

la ventana de allá arriba —me indica la mujer— es la nuestra. 

Pero allí arriba no hay estufa. De noche, los navíos perdidos 

tienen luces escasas o nada más que estrellas. 

Cruzamos la calzada cogidos del brazo, jugando a calentarnos. 

¿Qué indica la historia del chal? El relato de una precariedad que de manera inteligente nos invita a romantizar para quedar seducidos por esta tentación moderna: sí, la pérdida del chal permite el encuentro accidental, azaroso, no sujeto al juego de los cálculos, pero también impide otra cosa. En italiano el remate dice: ‘Traversiamo l’asfalto a braccetto, giocando a scaldarci’, como en español el ‘jugar’ y el ‘calentar’ poseen connotaciones que uno puede deslizar en una u otra dirección.   

Solo una cosa es segura, el chal es la estufa que no se tiene. La lumbre que uno pide para encender el cigarrillo, para distraerse y calentarse, se vuelve una metáfora poderosa. Tan solo hay sustitutos de una llama que nunca se abraza y que nunca abrasa. ¿Es esa la abnormalidad que atraviesa muchos de los poemas en este libro? Es posible. Pero solo una cosa es segura: Lavorare stanca.