Todos fallamos… historias reales sin aparente razón

Ayer en el transporte público una joven de unos 25 años subió con su pequeño llorando. Cuando se sentaron limpió sus lágrimas y le pedía comprensión, le decía que el próximo fin de semana no trabajaría y lo llevaría al parque, le compraría alguna película y la verían juntos en casa comiendo palomitas y dulces. El pequeño se fue calmando ante la promesa del futuro encuentro y habló de papas fritas con salchicha, de refresco y de varias cintas. La mujer aceptó y besó amorosamente al menor. Luego se acomodó en su asiento tranquilamente para empezar a maquillarse cuando el chiquillo empezó a hablar.

La mujer besó al pequeño, quien lloraba sin escándalos, y le empezó a susurrar cosas al oído hasta que se calmó. Luego empezó a hacerle cosquillas y a bromear con él, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no derramar las lágrimas acumuladas en sus ojos. El niño empezó a dormitar y ella intentó maquillarse, pero no podía sostener el espejo y mucho menos el cilindro del delineador. Estaba temblando. Junto a ellos viajaba una señora de unos 50 y tantos años que, al igual que yo, escuchó la conversación. Le ofreció un trozo de papel higiénico y tomó sus manos sin decirle nada. La chica se derrumbó durante dos segundos, agradeció el gesto y abrazó a su hijo…

***

Él es un buen tipo, aunque proclive a la administración pública, con una muy evidente debilidad por las bebidas espirituosas combinadas con esas denominadas “energéticas” y un irrazonable placer por el tabaco de la marca del vaquero. Pero, porque siempre hay un “pero” que vale, su gran vicio son las mujeres.

“Ojo alegre”, “mujeriego”, “caliente”, “macho” y hasta “machiprogres” (¿?), son algunos de los calificativos usados por algunas de sus ex compañeras para referirse a la que es, quizá, su principal obsesión, característica que por cierto comparte con mi amigo. Igual es de familia, no lo sé. Lo que sí me consta es que no pueden ver una falda porque ya se ponen en plan de Don Juan y todasmías.

El asunto es que un buen día, luego de estar por algunos minutos en su escritorio apenas iniciada la jornada laboral, le informan que debe abandonar las instalaciones de la empresa porque ha sido despedido bajo un argumento: la administración central recibió quejas por acoso sexual. Hasta una patrulla con todo y polis fue solicitada por la administración del lugar “en apoyo”.

Lo corrieron a la mala, dice, porque le señalaron de acosador pero jamás le presentaron al menos un acta administrativa y mucho menos penal. Lo despidieron sin elementos de prueba y sin darle la oportunidad de defenderse.

Ante el hecho, decidió recurrir al tribunal competente a presentar una denuncia.

No hago el cuento largo. Tres personas le señalaron: a una la invitaba a salir constantemente y ella siempre se negó; con la segunda sí hubo una relación amorosa y consensuada, tan fue así que incluso le prestó su nombre para que pudiera manejar algunos temas financieros, pero con el tiempo la cosa no prosperó y quedaron como “amigos”, y la tercera “le traía ganas” y le pedía por diversos medios establecer un encuentro más bien carnal, que él siempre rechazó.

Evidentemente, no le creí, pero el tipo tenía pruebas de todo: mensajes en redes sociales, fotografías y documentos. Todo lo presentó a la autoridad laboral, que terminó por darle la razón y hoy la empresa tendrá que pagarle varias decenas de miles de pesos para subsanar el error cometido. Aunque eso no importa, él está desempleado y sus acusadoras siguen laborando ahí.

***

Alejandra y Trini no se conocen, aunque ambas se dedican al comercio en esta ciudad. Una es propietaria de una tienda de abarrotes pequeña, pero muy bien surtida; la otra lo es de un triciclo habilitado como cocina donde prepara los más ricos y sabrosos tacos de carne de la urbe.

La primera tiene alrededor de 65 años y un marido que siempre –siempre- está sentado viendo TV y dos veces a la semana hace las funciones de chofer para ir a la central de abasto a fin de que la mujer pueda comprar frutas y verduras que luego revenderá en la tienda. Ella va y viene, sube y baja, compra y paga. Abre la tienda todos los días a las 8:30 horas y cierra a las 22:00 horas, aunque su día inicia a las 5:00 horas, cuando se levanta, baña y prepara los alimentos del día para la familia.

La otra empieza sus actividades públicas a las 9:00 horas y termina alrededor de las 16:00 horas, cuando los 15 kilos de carne se han terminado, excepto los domingos, cuando vende entre 20 y 25 kilos. Todos los días, al terminar la venta, regresa a casa con su hermano, cuyas funciones son manejar el triciclo y cortar la cebolla y el cilantro. Ella prepara el guiso, las salsas y los demás aditamentos para que otros disfruten del exquisito manjar, además de atender las necesidades escolares de su hija y ocasionalmente de otros familiares. Duerme a medianoche y despierta a las 6 de la mañana para bañarse, preparar el desayuno, llevar a su hija a la escuela y regresar a vender sus riquísimos tacos.

¿Otra similitud entre ambas? Una padece diabetes e hipertensión y debe usar zapatos especiales para contrarrestar de alguna forma los dolores en las piernas y su marido siempre está al pendiente de su equipo de soccer para gritarle cuando meten un gol. La otra debe luchar cada día contra un problema renal provocado por tensión arterial alta, afortunadamente su hermano siempre está atento por si se terminan los limones o colocar alimentos “para llevar” si así lo ha solicitado alguno de los comensales.

Alejandra y Trini no lo saben porque nadie se los dice, pero son verdaderos ejemplos de vida…