El tema del domingo y lunes fue la marcha (en realidad fueron dos) Vibra México realizada en la Ciudad de México, marcha que se convocó para mostrar el rechazo a la ideología y prácticas políticas de Donald Trump. Sin embargo, a juzgar por las opiniones y análisis con respecto a tal marcha, ésta se redujo a si fue un fracaso o no, si fue una marcha (la otra, la alterna, la mínima, la secundaria, la convocada por Isabel Miranda de Wallace) con aires de apoyo al presidente Peña Nieto con la intención —podría ser— de sanar un poco su imagen y perfilar a su partido de tal manera que pueda verse competitivo en las elecciones de 2018.
Lo cierto es que la marcha (se hablan que participaron unas 20 mil personas) no sirvió sino para mostrar las claras divisiones que existen en nuestro país.
Sí, se habla mucho de separaciones, de enconos, pero en realidad lo que esto significa es que hemos perdido los puntos de acuerdo; es decir, lo que ha provocado estas divisiones es la falta de entendimiento a las razones y argumentos del otro, de los otros.
No existe una comunicación clara entre las partes, entre las varias voces que se expresan en este país, porque ya no hay afinidades en un sentido ideológico y político: cada quien entiende a su forma la realidad de México y ofrece soluciones que, de tan variadas, no se logra concretar ninguna.
El filósofo francés Vincent Descombes lo dice bien: “Una alteración de la comunicación retórica manifiesta el paso de una frontera”. Los desencuentros en materia de diálogo, de comunicación, crean las líneas que nos separan, que nos alejan de un bien común, de esa unidad que se busca en la superficialidad y que se vuelven utópicas e ingenuas.
En este sentido, se muestra que el fallido intento de unión recae en el alejamiento que tiene buena parte de la sociedad con el gobierno: el país que llamamos hogar, ya no lo sentimos como tal: estamos constantemente a disgusto con los que viven con nosotros porque simplemente lo que creaba esa conjunción se fue perdiendo.
Aquellas afinidades que conseguían que todos sus habitantes fueran hacia el mismo lado, a la misma dirección, se han ido diluyendo por el sinnúmero de problemas en materia de corrupción y violencia (por mencionar las más significativas y tangibles al día a día) que hemos sufrido todos; es decir, dejamos de creerle al otro y empezamos a buscar soluciones individuales para cada uno de los problemas sociales que nos aquejan.
Desunirse es dejar de seguir las razones de los otros, de creer en ellas, de entenderlas. No podemos conseguir la unidad social sin volver a creer en lo que se dice. Pero, ¿cómo volver a creerles a los políticos, a los gobernantes, a los que solo velan por sus intereses, a los mitómanos, a los corruptos que cada día nos demuestran su poca empatía con relación a sus gobernados? ¿Cómo no salir a reprocharle –aunque sea desde la emoción pura y dura— al gobierno actual todos sus errores y sus malas prácticas, después de todos los hechos vergonzosos (de La casa blanca del presidente, poquísimos se acuerdan, o de los estados quebrados) que la sociedad ha tenido que tragarse en favor de no perder lo poco que les (nos) queda?
Pedir unidad social, realizando una marcha (acrítica) y con ello juzgar el hecho de que otra por su sentido crítico se haya convertido en una oposición pacífica («un golpe») más al gobierno mexicano como resultó Vibra México, es, por decir lo menos, infantil dadas las circunstancias y los conflictos verdaderamente serios que tenemos que resolver socialmente.
Pero, ¿por qué no se vislumbra una solución a los conflictos de unidad? Porque el administrador de la casa -el país- no tiene ninguna credibilidad, no tiene ningún poder de convencimiento, porque ha demostrado que no solo carece de habilidad cognoscitiva, sino que tiene prácticas un tanto “peculiares” a la hora de enfrentar y dar solución a los problemas internos de sus gobernados.
¿Quién puede seguir a un líder que se intuye –o damos cuenta de tal o cual hecho gracias una investigación periodística, por ejemplo— falla a cada paso que da? ¿Cómo seguir al que ya no se le cree nada? ¿Cómo entender a aquél que protege únicamente a los de su estirpe –y creando con ello divisiones claras: personas que importan más que otras—?
¿Por qué los mexicanos deberíamos de creer en los razonamientos de una clase política que no demuestra verdaderos cambios, modificaciones a la realidad de México? ¿Cómo seguir al que, viéndolo, se guarda los mejores frutos para los suyos?
El problema, en este caso, es que Peña Nieto es sólo un representante de mucha parte de la clase política de este país. Lo sencillo sería que el único problema fuera él y renunciando el país fuera otro, pero no es así, los problemas fundamentales no se resuelven de manera sencilla: hace falta una revisión interna por parte de cada individuo, cultivar nuevamente el pensamiento y retomar el desarrollo de la consciencia crítica, para darse cuenta (claro, entre otras cosas), que el sistema es el podrido y que la clase política solo ocupa los lugares vacíos que de tanto en tanto los transforma en lo que el sistema quiere.
Esta separación que vivimos como sociedad no se acortará con buenos deseos, agarrándonos todos de las manos (como lo piensa cierto periodista), sino generando nuevas ideas y razones que las mayorías compartan en un sentido práctico e ideológico, pero ahí, es cuando surge la gran dificultad.