Sobre el don de fotografiar el presente

Time flies over us, but leaves its shadow behind.
Nathaniel Hawthorne

 

Existen incontables comparaciones entre un fotógrafo y un voyerista. Es obvia la conexión entre la obsesión y la mirada, pero actualmente la imagen funciona de una manera distinta. En un mundo donde cualquiera con un teléfono inteligente puede tomar una imagen, los fotógrafos luchan por el reconocimiento como artistas.

¿Cuántas fotografías existen del Palacio de Bellas Artes?, ¿cuántos ángulos faltan por descubrir de la Torre Latinoamericana? Una imagen en blanco y negro o sepia en perfecto equilibrio visual ya no es suficiente. 

El gran problema recae en la necesidad de la fotografía, ¿por qué se toma la imagen en primer lugar? Las distintas aplicaciones y el creciente narcisismo hacen que las personas busquen crear una línea del tiempo sobre su día. En el momento en que se crea una necesidad por retratar la comida, cada paso que se da, las nubes y las esquinas de los edificios que se visitan, se pierde la profundidad de la imagen. Entre cada instante se pierde el presente y la oportunidad de regresar a él.

La percepción del tiempo ha cambiado y con ello, también la memoria. Revivir el pasado con una imagen implicaba recrear lo sucedido y reimaginarlo incontables veces, pero al marcar cada paso ese poder se desvanece.  

Hoy, más que nunca, se requiere de viajeros en el tiempo que sacrifiquen su propia rutina por la virtud de ver más allá. Uno de los mejores fotógrafos con este don es Alejandro Servín. Con su trabajo conocido como DFerland, demuestra la clara necesidad de recordar. Es como la vieja broma de que el mundo ha acabado, pero uno idéntico inició y por eso nadie se ha dado cuenta. El Distrito Federal ha muerto para darle paso a la ilusión primermundista de la Ciudad de México, pero la gente sigue actuando, pensando y mendigando igual.  

El acercamiento de Alejandro Servín a la realidad es la del viajero que ha escuchado historias sobre un tiempo y lugar que intenta recobrar con piezas de coleccionista. Ya no se trata de una imagen equilibrada y estática. Su visión se acerca más a la de Diane Arbus; este es el mejor momento para ver a los mexicanos como parte de un freakshow o un circo, donde cada individuo tiene un matiz evidente del que no puede escapar, pero lo hace único. Buscar la gracia de cada persona sólo puede hacerse desde el reconocimiento de que cada uno tiene algo para dar, algo por lo que vale la pena observar, escuchar y no olvidar.

La mayoría de las fotografías actuales están llenas del “yo” y eso no es necesariamente negativo, simplemente es una rutina de lo actual, pero es difícil separarse de eso, el lazo ya es inevitable y hasta esclavizante para algunos.  

Servín cortó esas ataduras hace mucho y su propia relación con lo real le ha permitido un viaje temporal, o mejor aún, un viaje intertextual entre el presente, el formato y el futuro que lo interpretará. El niño de la calle es el mismo de hace diez años, el de hace un día y el que estará dentro de treinta años. Las marchas tienen los mismos rostros y el mismo andar.


Al momento de tomar la fotografía, el instante estira el presente para siempre, como un tatuaje que sin previo aviso sangra, recordándonos las decisiones del pasado y las del porvenir.