Simbiosis

Empezamos a morir desde que nacemos. El primer llanto inicia la cuenta regresiva de nuestro lanzamiento al misterio. Cuando vivimos en el tiempo de otros, ya terminado el nuestro, en una simbiosis que vuelve porosa la frontera entre ambos lados. Creemos que no se vuelve; pero tal vez no sabemos reconocer los indicios de la vuelta, confundiéndolos con los de nuestra propia presencia en el mundo. Tal vez en eso consiste la inmortalidad, como sospechaban los antiguos, el Aquiles de las manos homicidas y otros héroes de hazañas inigualables.

Tal confusión infunde vanidad a las afirmaciones de nuestra individualidad; desconocemos cuánto de lo que consideramos singular forma parte de una pluralidad; cómo se mezclan los atributos comunes en la proporción adecuada para distinguirnos de otros. Quizá, como enseñaba Pitágoras, se puede formular una ecuación para cada uno y otra para todos; nadie sin su coeficiente. Y, puestos a conjeturar, nunca conoceremos las secretas relaciones entre la luz y la sombra. Porque hay cosas que no debemos saber, también lección antigua, para no alterar el orden universal. Aunque últimamente parece prevalecer el desorden.

No obstante, aún podemos sostener que estamos vivos, pese a que muchas veces parecemos ignorar qué significa semejante prodigio. Especialmente cuando la precariedad coloca su alfiler a un soplo de nuestro tenso globo existencial. Entonces atestiguamos las respuestas de la vida: migrar en busca de mejores condiciones, aprender nuevas habilidades y adoptar leyes y costumbres ajenas. Apropiarse de lo necesario para sobrevivir y deshacerse de lo inútil. Estar vivo quiere decir evolucionar, algo que olvidamos, creyendo que nuestro desarrollo está completo y sólo debemos dar un buen uso a las herramientas y recursos a nuestro alcance. Pero desde el doctor Fausto hasta Bernard Marx y John el Salvaje, sabemos que el conocimiento no necesariamente está al servicio del eudemonismo. Y a menudo lo socava.

Y mientras la transformación evolutiva sigue su marcha, acelerada por los avances científicos, preguntamos hacia dónde dirigir los nuevos pasos. Entonces los progresos arrolladores de la biotecnología y la ingeniería genética se topan con la cuestión ética, cuando no con creencias que limitan el salto hacia nuestra mejor versión posible. Quizá las mayores determinaciones en nuestra relación con la muerte provienen de la religión, las costumbres y tradiciones. Podemos evitar enfermedades y malformaciones manipulando nuestro material genético, incluso retrasar el envejecimiento mediante el reemplazo o regeneración de órganos, hasta el punto en que se habla de estar a punto de ingresar en la eternidad. Sin necesidad de bañarnos en fuentes de las que broten aguas contrarias a las del Aqueronte.

Surge entonces la pregunta: ¿para qué?, en la que se traduce la pérdida de sentido en la existencia y las dudas sobre la validez de la respuesta más previsible: “para disfrutar de la vida”. Sabemos que con la repetición se reduce el grado de placer que ofrecen los estímulos, lo que sugiere que habría una intensa e interminable búsqueda de objetos y actividades gratas; y pánico ante cualquier contratiempo, dolor y carencia. Al menos eso sugieren la intolerancia al dolor que nos lleva a automedicarnos al menor estornudo o dolor de cabeza, en lugar de atender ese mensaje del cuerpo que pide alimento y descanso; o de la mente reclamando pequeñas alegrías.

Las mismas que una tabernera recomendaba al atribulado Gilgamesh: acariciar a un niño, abrazar a una mujer y celebrar día y noche. Y aceptar que la inmortalidad pertenece a los dioses, quienes se reservaron la vida y nos dejaron la muerte, tan temida por el súbitamente frágil héroe mesopotámico. Además, dicen los estudiosos que para los antiguos sumerios había un infierno adonde podían caer tanto mortales como inmortales, que así podían conocer la muerte. Por tanto, nadie tenía asegurada la vida eterna, ni siquiera los dioses.

Como sabemos, el primer día de noviembre hacemos en México una fiesta para los muertos, que en 2008 la UNESCO incluyó en el Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Sus orígenes se remontan a tiempos prehispánicos, cuando los antiguos pobladores de estas tierras festejaban a las deidades del inframundo, de acuerdo con sus calendarios sagrados. Además de la persecución a los herejes y la pérdida de hombres sabios y registros de conocimientos ancestrales, las coincidencias entre la nueva religión traída por los europeos y la de los antiguos mexicanos favoreció el sincretismo de esta tradición, en la que convivimos con nuestros antepasados.

Cuando nos consta que nuestro difunto ha partido, el altar que erigimos tiene una función muy concreta, de orientarlo hacia donde nos reunimos para recordar. Cuando no, los reclamos por tanto desaparecidos se escuchan en las calles: los queremos vivos. Y más cuando las autoridades mienten como lo hacen. Mantengamos encendida una llama para quienes nos dieron y al volver nos siguen dando vida. Y en esta simbiosis alcancen la inmortalidad.