Cuento «Reynosa: una historia de Stephen King» por Norberto Flores

Lo despierta el sonido de la tele: una película de Stephen King doblada al español. Su esposa duerme junto a él. Mira la hora y ve que todavía es temprano. Decide ir a comprar cerveza. Se levanta con cuidado, toma las botas, el pantalón, la cartera, y sale del cuarto, procurando no hacer ruido al cerrar la puerta.

El Oxxo está a unas cuadras. Sin embargo, va en coche, como siempre. Conduce entre el silencio y el vacío de la calle. Rebasa a un auto blanco, viejo, con una de las llantas traseras torcida. Está oscuro, echa de menos a las estrellas, entonces nota el cielo nublado. No hace frío ni calor, a pesar de ser febrero. La boca se le llena del recuerdo de la cerveza.

Estaciona el coche en el aparcamiento solitario. Quizá compre cacahuates.

De la hielera tomas dos caguamas de Indio y,  de una rejilla, la bolsa de botana. Hace fila detrás del único cliente de la tienda. El dependiente murmura a éste sin dejar de ver el celular que tiene en la mano y le pide que se adelante para cobrarle las Indio. Al salir, ambos se quedan platicando encima del smartphone.

El coche que rebasó hace un rato está junto al suyo. Cuatro o cinco güercos pelones, vestidos de negro, fuman mariguana frente al carro lisiado. Duda. Ellos no. Le quitan la llave y a gritos lo meten en el asiento trasero de su propio auto. Las botellas se estrellan en el suelo, la noche se llena con el aroma de la cerveza y su mente con el recuerdo de su esposa dormida junto a él. No le gustan las historias de Stephen King.

Van sobre el bulevar Hidalgo a velocidad moderada. Uno de los güercos le pisa la cabeza mientras otro lo esculca.

—Órale —dice el que extrajo la cartera—. Mil quinientos pesos. ¿Traes más, cabrón?

—Pásate el nip, puto. O te vamos a partir tu madre —agrega el otro, dándole un pisotón.

—El nip, cabrón. El nip —grita el conductor.

«Son cuatro», piensa. En eso, como si estuviera flotando, ve la escena: su cuerpo en el piso, siendo tundido a pisotones y puñetazos; los gritos, lejanos. Cree que no siente miedo. Más bien, que el miedo es irreal, calculado, lúdico, como al que se entrega el espectador de una película de terror.

—¡Cero, ocho, veintiocho! —grita varias veces, cubriéndose la cabeza con las manos.

El cuarteto de pelones, ríe.

—No que no, puto —se burla el que va de copiloto y le dice al conductor—. Apá, lánzate a un cajero.

Aunque sigue bocabajo, de reojo reconoce las lámparas de luz blanca del estacionamiento del HEB. Tras unos minutos, el copiloto regresa lleno de alegría y de billetes.

—Cuatro mil pesotes, Apá —comenta con tono festivo—. Más los mil quinientos de efectivo. Y todavía quedan como tres mil en el plástico.

—¡Órale, pinche güey! —le dice el que le ha molido la cabeza a pisotones, y le soba los cabellos como si lo felicitara—. Te va muy bien en el jale, eh.

Salen del lugar, celebrando y discutiendo el destino del botín: cerveza, mariguana, piedra…

Entonces, habla el conductor, quien parece ser el líder:

—Nel, carnales —sin dejar de conducir—. La neta no tengo ganas de meterme nada.

El resto calla. Saben que no ha terminado de hablar. El secuestrado siente en la nariz el polvo del tapete, humedecido con su respiración: el cuerpo entumido. «Cómo le apestan las patas a este güey», piensa.

—Hace mucho que no cojo —la mirada en la calle, como hablando para sí—. La verdad, la verdad… ya me hace falta sentir cariño —voltea hacia los demás, increpándolos—. ¿A poco ustedes no?

El resto, entre ademanes y comentarios de alegría, lo secunda.

—¿Y qué vamos a hacer con éste? —dice el güerco que lo basculeó.

—¡Retén! ¡Retén! —grita asustado el copiloto, el brazo apuntando al frente.

Todos saben qué hacer. Menos el levantado. Lo sientan de las greñas y el de las patas apestosas lo amenaza:

—Mira, putito —bofetada—. Si nos delatas te va a cargar la chingada —la otra mejilla—. ¿Entendiste, cabrón? —Dos cachetadas seguidas—. ¿Entendiste, puto?

—Sí, sí —responde resignado. Respira hondo y piensa en su esposa, en sus piernas tibias y suaves, escondidas como dos tesoros entre las sábanas. ¿Qué película de Stephen King transmitían?

—Listos, ojetes. Son anti-alcoholes —dice el líder.

Al acercarse al retén, un oficial de tránsito, obeso, de bigotito, les marca el alto.

—Buenas noches —los saluda—. Revisión de rutina.

Varias lámparas echan su luz dentro del vehículo, desde ambos lados, como si buscaran espectros.

—¿Todo bien, jóvenes? —pregunta un tránsito esmirriado, que ha metido la cabeza por la ventana trasera, olfateando el aire como un sabueso viejo.

—Sí, señor —contesta el secuestrado, tranquilo—. Vamos a una fiesta a mi casa.

Los dos pelones callan. El de las patas apestosas le aprieta la muñeca tan fuerte que siente que la va a quebrar. Luego, risas. Palmadas en el hombro, en las piernas. El dolor de la muñeca desaparece. Abrazos y más risas.

—Apenas vamos a la fiesta —agrega, con una sonrisa idiota, el que tomó su cartera.

Los oficiales cruzan miradas desilusionadas. El sabueso hace una seña con la cara al gordito y éste les abre el paso con la mano, como si hiciera una reverencia cómica o un movimiento de ballet. 

Todos, hasta el secuestrado, se despiden dando las buenas noches.

Calles después, en el bulevar Hidalgo, no han decidido qué hacer con él. Ya no lo llevan agachado. Los dos pelones que lo acompañan, lo abrazan.

—Todavía trae dinero en la tarjeta —razona el líder—. No hay que soltarlo.

—El bato se ha portado bien —dice el de las patas apestosas y le acaricia el pelo con un ademán hosco.

Al dar la vuelta en La Charco, una troca blanca, sin placas, les cierra el paso. De ella bajan dos morros delgados, de brazos tatuados, apuntándoles con pistolas. Los pelones, sin tiempo para reaccionar, sacan las manos por las ventanas.

—Órale, putos —les grita el morro de tatuaje de muerte con guadaña en el hombro—. ¡Bájense a la verga!

El líder baja primero.

—¿Qué pasó, mi Parca? ¿No me reconoce?

—Pinche Caramuela —contesta La Parca—. ¿Y este carro?

—Ando en un trabajito, Apá —explica La Caramuela.

—Ora, putos —les dice a los demás el de tatuaje de serpiente—. ¿A poco se cagaron?

—No, mames, güey —reclama el de la cartera, El Motas—. Pinche sustote.

—Ojete —le grita a La Víbora el de las patas apestosas.

—Ya, pues, pinche Zorrillo —responde La Víbora, guardándose la pistola en la espalda—. Ni que fuera para tanto.

La Parca, con la pistola todavía en la mano, como si fuera un vaso de cerveza, suelta una carcajada.

—¿Y a dónde van, Caramuela?

—No sabemos. En eso andábamos.

—Vénganse a la zona, carnal. Íbamos para allá cuando los ganchamos —ríe.

—No podemos, Apá. Mira —y le señala al levantado, quien no se ha movido del asiento.

—Ora, güey. No pierdes el tiempo —dice en tono festivo La Parca—. ¿Ya le sacaste todo?

—No, todavía trae en plástico —responde La Caramuela, con un tono que suena a consulta profesional.

—Tráetelo —contesta La Parca, señalando al secuestrado con la pistola—. No creo que la haga de pedo.

Al llegar a la zona, los guardias de la entrada los saludan como si los conocieran de años pero les cobran la cuota exacta de entrada. Estacionan el coche y la troca a un lado y luego caminan juntos por la calle sin pavimentar. A los costados, los anuncios luminosos de varios tugurios inundan la noche con un confeti de luces. Hay mucha gente: borrachitos, halcones infestados de tatuajes, fulanos con caras de maridos malcojidos o de pervertidos. Las putas baratas están a la vuelta, en los gallineros, pero el grupo se dirige a un tugurio morado cuya oscura entrada, apenas iluminada por una luz azul que brota del suelo, parece una caverna: El abismo.

—Doscientos por cada uno —anuncia un tipo alto, gordo, de cabeza rapada, vestido de negro.

—Yo pago —se adelanta La Parca—. Ustedes se pichan los güisquis y las viejas.

—Okei —acepta La Caramuela—. Al cabo el compa invita —y palmea el hombro del secuestrado.

—Bernardo —contesta el copiloto, mostrándoles la tarjeta bancaria entre los dedos—, se llama Bernardo.

Eligen una mesa frente al pasillo entablado que hace la función de escenario. En el centro, se camina una chava de tetas grandes y una tanga casi inexistente de color amarillo fosforescente. Lleva una peluca rubia, ondulada, y una sonrisa blanca que sólo busca arrancar billetes. 

El grupo levanta un ruidero de chiflidos, «mamacitas» y hoscas ponderaciones del cuerpo de la bailarina, que supera la estridencia de la música. Un gorilón de barba de candado y cejas depiladas se acerca a la mesa y con un vozarrón los amenaza:

—A ver, putos. Si no se aplacan, los saco a chingar su madre.

—Okei, okei, Apá —contesta La Parca, levantando las manos—. Estamos calmados.

El copiloto pide la primera ronda de güisquis. Una voz que intenta sonar espectacular anuncia:

—¡Sheila! —. Alargando la “a” hasta que del fondo del escenario brota una pelirroja morena que apenas puede caminar en las zapatillas.

El mesero llega con las bebidas. El copiloto toma una y la pone en la mesa, frente al secuestrado.

—Tome, mi Berna —le dice—. Usté es el invitado.

Todos ríen, levantando los vasos y, al unísono, gritan:

—¡Salud!

Bernardo bebe de gilo para curarse el susto.

—¡Voytelas! —celebra el copiloto—. Tenías sed, Apá.

Risas, güisquis, «salús», de nuevo.

Tres rondas después, Bernardo acepta el pase de coca que le ofrece el copiloto, quien se ha portado atento con él. Bernardo, sin pensarlo, aspira el polvo y lame el papel como lo ha visto en las películas. Al instante su cuerpo se vacía del mareo etílico y se anega con una alegría estúpida, irreal, disfrutable. A partir de ahí, los eventos transcurren lejos del miedo. Sus captores son ahora sus amigos; lo tratan bien, como a uno de ellos.

Los Cadetes de Linares abren el número de la siguiente bailarina. Las luces se apagan. La Voz se ha tornado seria, grave, engolada.

—Tus más oscuros deseos tienen nombre de mujer.

Dos haces rosas forman un círculo de luz en la cortina del escenario. El acordeón guiña su música, despacioso, sensual, a los presentes, quienes aguardan en silencio.

—Un nombre de mujer que trastorna tus días y tus noches.

Entre las cortinas asoma la pierna blanca, brillante, de la bailarina. Bernardo piensa en su mujer. «Aquí todo sigue igual», cantan Los Cadetes. Pero no, no seguía igual, porque todos los ojos y las mentes y Bernardo están clavados en la novedad de la mujer que surge: una hembra trigueña de ojos verdes y labios que resaltan con propia luz. No era necesario imaginarla desnuda, con verla bastaba para llenarse el cuerpo de ilusiones y de deseo.

—El amor de tus amores —completa La Voz.

«Quisiera que me hicieras mucha falta», reta la canción. La trigueña desafía con centímetros de piel palpable y turgencias alcanzables al montón de hombres idiotizados.

«Pero aquí no hay novedad»… Pero sí la hay: esa mujer de El abismo.

El acto concluye con un aroma de rosas llenando los rincones y una nube de aplausos y silbidos. Luego, el tugurio regresa a la normalidad.

—No mames —grita La Víbora, con un entusiasmo que casi la desbarata—. Pinche viejonón.

El grupo se sacude la sorpresa con otra ronda de güisquis. Bernardo bebe el suyo serio, la mirada en la cortina del escenario. Su mente intenta volver al dormitorio donde su mujer esconde la tibieza de sus piernas entre las sábanas. Su cuerpo, en cambio, ha respondido con una erección que no tiene nada que ver con su esposa, sino con la hembra de ojos verdes.

—Dame otro pase, güey —le ordena al copiloto.

La Voz anuncia el sorteo. La trigueña, a fin de cuentas, es parte del negocio. La rifan. Cada uno de los presentes anota un número consecutivo. Bernardo es el veintiocho. El número  que minutos después resulta ganador.

—Ora, Apá —lo despeina el copiloto—. Andas de suerte.

El grupo aplaude y levanta sus vasos, alegre.

Un gorilón lleva a Bernardo al fondo del lugar, que apesta a sudor, a semen y a vagina: un pasillo iluminado con luz roja y una ristra de cortinas a los lados. Lo meten detrás de una, donde la trigueña, borracha, lo recibe con una mirada verde que traspasa la oscuridad.

La mujer lo recibe a lengüetazos y jadeos. Después, prende sus labios de la dureza de su verga. Bernardo retira a la trigueña con delicadeza y la acuesta en la banquita de la celda. Está desnuda, con el sexo rasurado, dispuesto. El deseo se le apaga en el acto. La mujer es tan bella, tan cogible. Pero no es una mujer, es un monigote. Una historia de Stephen King.

Bernardo sale al pasillo. Sus captores lo reciben con vítores, palmadas y felicitaciones.

Dos horas después, dejan la zona. La Víbora y La Parca se marchan en la troca. El cuarteto, conduce el auto de Bernardo rumbo al Oxxo donde lo levantaron. Le devuelven la cartera, vacía. Los cuatro pelones suben al auto lisiado y se van.

Bernardo regresa a casa. Deja el coche fuera de la cochera. Se quita las botas, el pantalón y los deja en el sofá. Sube al cuarto, apaga la tele, se mete en la cama y abraza a su esposa. Duerme un par de minutos y, entonces, suena la alarma del televisor: se enciende, una película de Stephen King.