En días pasados, conversando con amigos, reflexionábamos en un hecho cada vez más evidente: estamos acostumbrándonos a ser reactivos y no receptivos. Mis interlocutores discutían de cómo las condiciones actuales de la vida nos han llevado a que esta cultura de la inmediatez se vaya haciendo cada vez más estresante. Nos preparamos para responder a las demandas, pero no para escuchar y priorizarlas.
Esta discusión me hizo reflexionar en cómo dicha actitud se ha extendido a todos los ámbitos. La automatización del hombre se ha instalado como soberana de nuestra contemporaneidad. No es que sea nuevo el término ni la acción; el problema (y vaya que lo es) consiste en el beneficio para otros y la degradación del sujeto.
La deshumanización parece convenir a la esfera del poder, mientras nos encontremos más reactivos, los resultados en productividad serán mejores. La máquina, no piensa, no siente y por supuesto, no llega a preguntarse acerca de sí misma. Tenemos las respuestas a las preguntas aún no hechas, el otro no entra en nuestra ecuación.
Una de mis interlocutores decía: “es impresionante cómo es que estamos dispuestos a responder en Facebook, sin leer, sin comprender la pregunta, es como si nos anticipáramos a una pregunta que tiene que ver conmigo”. Su reflexión me hace reconsiderar la dinámica cultural cotidiana. Ante tantos estímulos e información es necesario tener un punto de anclaje y éste se encuentra en lo más básico.
La auto preservación es el primer mecanismo de defensa ante lo externo. No resulta extraño, por ende, este narcisismo cultural en el que nos vemos envueltos. Somos como voces narrativas actantes en medio de tantas diversidades. De ahí que siempre nos anticipemos a la respuesta más que a la escucha, de ahí la necesidad de demostrar, antes que de mostrar.
El simple acto de tomar un café, dejar el celular en silencio y atender a lo que el otro tiene por compartirnos resulta un acto casi extinto. Nos reunimos para hablar de lo “mío”, para “ponernos al corriente”, para que el otro sepa lo que me pasa a mí.
Estar dispuestos a “atender” más que a “responder” exige un acto de renuncia al ego, exige una lectura activa del otro, exige abrir el canal de comunicación bidireccional. La atención, pareciera, entonces, un acto de coraje frente a tendencia extendida actual. Colocar en primer término el “yo escucho” sobre el “yo hablo”. ¿Estamos dispuestos? Es tan necesario, en esta orfandad cultural, la necesidad de estucha, pero ¿cómo sucedería si todos hablan?