Reseña literaria: «Palabra abierta, escritura del ahora en Agua viva de Clarice Lispector» por Víctor Rivera

Desde un comienzo sin preámbulos, la historia es difusa, no se sabe cuándo nace y tampoco cuál es el origen de los personajes, si es que de personajes se puede hablar. El lector está desde la primera página frente a un chorro que fluye, y no sabe por qué, un caudal que arrastra unas imágenes que confrontan lo subjetivo con la materialidad corporal. Entre la paradoja de lo que permanece y al mismo tiempo es borrado, la escritura de Lispector es líquida y grave, es una emanación de cosas inasibles que obligan a verse en el espejo, a asomarse justamente a la orilla del río, para comprobar que el elemento, cristalino o turbio, no retiene una imagen de contornos claros, sino que permanentemente borra lo que se asoma. Por esta razón, hay algo de extravío voluntario, y cuando las palabras logran nombrar algo inmediatamente comienzan a girar en el remolino que la corriente les sugiere, de tal manera que quien se pone a mirar o a leer se encuentra fuera, sacado de lo que intenta habitar. 

El agua de Lispector no proviene de una fuente en particular y tampoco desemboca en el mar de las vidas que se consumen, porque su devenir no es lineal, sino brote perpetuo, evaporación, lluvia que regresa y fluye sin canalizarse. Por tal razón, se puede afirmar que no tiene principio ni fin y por lo tanto es una puerta abierta a todas las direcciones, articulada y desarticulada, sin saber con exactitud si se trata de una novela, de un poema en prosa o de un diario íntimo. Tal vez se trate de un diario íntimo escrito en prosa poética, con un hilo conductor que insinúa una historia de amor, una confesión y muchas renuncias. No se sabe a ciencia cierta, pero decir agua viva o escritura del ahora, es lo mismo, porque en la confesión íntima de Lispector está la urgencia del fotógrafo que quiere atrapar el instante pero al no poder revelarlo, debe editar y reeditar lo que cree es su mejor propuesta.

Quizás no haya labor más ardua que la que trata de habitar la quietud y al mismo tiempo la disolución, el desdoblamiento corporal de una mano que se prolonga hacia el espejismo, en una aproximación que nunca llega a su objetivo, dolorosa y ubicua porque se lava y no se lava dos veces en el mismo río. Las palabras, al no poder zafarse de su historia de definiciones concretas, en su balbuceo limitado y limitante, se mueven en una fuga de metáforas que evaden lo anteriormente dicho, saltan desde la orilla al azar del agua, y en el afán de no ahogarse, deben permanentemente reinventar la realidad. En eso consiste el delirio de Lispector, su angustiado método de cámara instantánea. Su ejercicio es automático y poético como la cámara y la escritura que destapa lo que esconde el imbricado laberinto del cerebro. Es flujo y confesión de lo que está y de lo que no está, de lo que puede llegar a ser y tomar forma entre las sombras danzantes del subconsciente. Es palabra abierta por avivar lo que se filtra en los intersticios primordiales del sueño, desde la penumbra de la memoria que se mueve como se pudieron mover los bisontes de las cuevas de Altamira, entre la llama, la mano y el pigmento, hasta los sonidos metálicos del Jazz y la improvisación.

Avanzar a través de esta páginas es como embarcarse en una nave que flota en el reflujo de las mareas personales, al borde de la náusea que provoca la saturación de las imágenes, el despilfarro de las metáforas, la desmesura de lo diverso y lo mismo en un juego descarnado de la definición del Ser en medio de la sal incalculable del océano, siempre aproximativo, curvado, eludiendo el agujero negro de donde todo puede partir, el hueco de luz que sólo es posible orbitar con palabras. En esa suerte de baile que nunca se concluye, Lispector despliega todos las maneras de poder saborear el instante de la fruta, el olor y el jugo por lo que las cosas existen aquí y ahora. En esto no hay cálculo, al contrario, hay una ramificación hacia lo desmesurado, una voluntad de que las cosas permanezcan difuminadas, para verse reflejadas en algo mínimamente semántico, puro y leve como un color o un sonido, de tal manera que se puedan abordar todas las formas posibles de la tierra, desde las eras precámbricas hasta las extensiones futuras del cuerpo que va hacia los cósmico. Allí la paradoja, el minúsculo cuerpo humano desplegado en un segundo hacia todas las direcciones del espacio y el tiempo. El mínimo cuerpo girando como un asteroide al ritmo de la batería y el saxofón.

Clarice Lispector, o su personaje, busca ser el primitivo artista que encierra el alma de las cosas con sólo pintarlas, sin conocer su nombre, sólo en el acto directo de la forma y el color. Una vez dejada la caverna, quiere salir a la luz no para nombrar las cosas, sino para ser nombrada por ellas, casi como si fuera la planta o el animal atraído por la luz, en el lenguaje químico de la clorofila y el olor. Arrastrada por lo que la sobrepasa, busca las palabras por accidente, como si de imitación de cantos de pájaros se tratara. Sin embargo, en un paréntesis de los párrafos se sabe muerta, muerta para siempre e incapaz de tal prodigio. Ahora no tiene más que el desgastado alfabeto.

De nuevo Clarice, en su cuarto invadido por el humo del cigarrillo, erguida en una voluta de niebla, mira con desdén la máquina de escribir, el papel en blanco por donde deberá dejar fluir el agua, tachando y corrigiendo, sin encontrar el centro de la fruta y el deseo. De nuevo el juego de darle forma a lo que se le escapa de las manos, sin más alternativa que hacer un pacto con el lenguaje poético, con el único medio que tiene de hacer brotar las capas primitivas de la mente, para que vean la luz más allá del dominio humano, y para atraer hacia la pequeña cavidad humana, las formas capitales del agua y el inicio. Si ella pudiera sería música y color tocando una partitura inconclusa.

Tal vez ella no pensó en cerrar la llave, quiso dejarla abierta para que resonara por muchos años. En esa suerte de pervivencia está es la concreción de su apuesta, su desafío a lo pasajero. Visto desde esta arista, el libro de Lispector es una navegación barroca, una pregunta abierta que por indagar lo inasible se ve volcada a la desmesura del lenguaje, a los contornos de la mancha. Su poesía imita la incertidumbre del cuerpo en los espacios tropicales, la ambigüedad de vivir entre las selvas primitivas y la ciudad que crece desbocada. Sin embargo, también es posible pensar que, aunque su poesía es barroca en los contornos, hay en el centro del deseo un ansia clásica por definirse, un anhelo voraz por encontrar la raíz estable.


Semblanza:

Víctor Rivera (1980), Popayán, Colombia. Músico, Magister en Literatura. Integrante de ensambles orquestales, de música de cámara y música antigua. Miembro del grupo Kalenda Maya, especializado en repertorio medieval, renacentista y barroco latinoamericano.  Parte de su poesía aparece en el libro Llama de piedra. Poesía contemporánea en Popayán (1970-2010) del Ministerio de Cultura. En el 2011 publica con la editorial Gamar, su libro de poemas La Montaña sumergida. Obtuvo el Premio Internacional de Poesía Editorial Praxis 2016 en la Ciudad de México, por su poemario Libro del origen, publicado en el 2017 por esta editorial. Obtuvo la segunda mención en el concurso de la Casa Silva “Poesía, pintura que habla” con su poema La siega. En el 2019 publicó su poemario Desmesura con la editorial El Taller Blanco.