Todas las mañanas me despiertan las mordidas de ella, su lengua resbaladiza que lucha por encontrar el punto más erógeno de mi oreja. Cedo. Hace doce años que la encontré rondando aquí en mi casa y la verdad es que nunca reuní el valor necesario para echarla a la calle. Supe su nombre hasta el segundo mes de tenerla dando vueltas en la cama, arrancando de mi tibio cuerpo las sábanas percudidas que me niego a desmanchar por temor al olvido. A ella también le sonó extraña esta explicación pero aprendió a convivir con ello e incluso parece que comenzó a fascinarle la idea de encontrar la primera mancha de menstruación que se le escapó aquel agosto. Ni en días de ayuno respeta, es una aspiradora de mí, se relame frente al espejo en que se refleja mi cuerpo viejo. Yo era joven, pero sus fantasías ya me han secado los mejores años de vida. Debo decir que nunca encontré en ella mayor defecto, así que le permití –como si ella hubiera necesitado consentimiento alguno– absorber todas las noches mis genitales con sus nimios labios negros, porque debo advertir que antes de irse a dormir gusta de ponerse ese labial oscuro que a los pocos momentos abandona su sonrisa para instalarse en toda la anatomía que me constituye. Doy apariencia de ser un carbón mal segado, lo sé y lo permito. Cuando cumplió diez años bajo este techo que compartimos como sombras que se empecinan por distinguir sus bordes, decidí hacer algo por ella y encargué un pastel sabor fresa con chispas de chocolate, su desconsuelo fue tal que no sólo lo arrojó por la ventana, sino que acusó –al despojo que esto narra– de ruin, despreciable, egoísta; al parecer fui el peor ser humano por intentar saciar su hambre en un postre que no fuera parte de mi cuerpo. No volvió a pasar nunca ni pasará, pues esa vez recuerdo que amenazó con marcharse y ya no sé qué haría sin sus dientes modificando la forma de mis uñas, saboreando eso blanco que escupe mi cabello por las semanas sin baño, sin ella, simplemente sin su apetito devorando cada tarde mi aliento. Hay en ella un dejo de adicción que se expide en su sudor amargo, quizá por eso ya no me resisto, por eso permito los cortes horizontales que ha comenzado a hacerme en las piernas. Dice que no es suficiente. Quiere paladear hasta el mínimo recodo de mí y se adhiere a los manchones de sangre como una sanguijuela. Me absorbe entero. Ha dicho también que muy pronto tendré que dejarle roer mis huesos. No respondo, su lengua filosa ya conquista la tierra nueva que bajo de mí sucede. Doy a luz y sé que con ello se me negará el olvido. Me ha abierto en dos. De mi centro se eleva una última erección. Cierro los ojos, no soportaría comprobar que ya se ha ido.