Quizá se equivocó de día

Twitter: @aldoalejandro

En una mano sostenía un vaso de plástico a medio llenar con un líquido que parecía ser refresco de cola y con la otra mantenía aferrado al pequeño de unos tres años, quizá cuatro. Él, de evidente mayor edad, corría, se detenía, reclamaba y se carcajeaba cuando el chaval  lo hacía mientras en las jardineras alrededor de la plaza, varias mujeres con enormes canastas y charolas con alimentos celebraban las ocurrencias de ambos. 

Era el único adulto entre el grupo, los otros eran cinco chavales de diferentes edades, el mayor apenas tendría unos 8 o 9 y, al parecer, nuestro protagonista era el responsable de la seguridad de la pandilla. Entre ellos solo había una pequeña de unos seis años y, para su mala suerte, era su turno de contar luego de haber perdido el anterior intento y cometer la peor de las faltas en ese juego “infantil”.

La niña se dirigió a las escaleras de la pérgola, se colocó en el basal bajo un amarillento querubín, muy seria ella, y empezó a entonar la conocida melodía: “jugaremos/muévete luz verde…”, mientras hacía esto los demás, situados a unos 5 o 6 metros de distancia,  apenas pudieron avanzar dos o tres pasos y se detuvieron cuando la chiquilla empezó a girar la cabeza.   

Todos se quedaron estáticos. Incluso las señoras habrían aguantado la respiración por un momento, podría jurarlo. 

Otra vez la postura inicial y nuevamente la tonada cantada por todos en medio de sonrisas y satisfacción. Permanecer estático es quizá uno de los mayores retos para cualquier ser con capacidad de movimiento, no hay duda. En este segundo intento la visión de la pequeña captó el movimiento del amigo, del pequeñito y hasta del líquido. Mientras los demás participantes celebraban el triunfo de unos y la derrota de otros, la niña intercambió lugar con “los perdedores”.

Estaban por empezar cuando el “adulto” pidió un momento y bebió un poco.

Una señora sostenía una charola de esas usadas para exhibir pan, pero con algunas gelatinas de colores en vasitos de plástico transparente, hizo un gesto de desaprobación y trataba de incorporarse para ofrecer el producto a personas con prisa por llegar al paradero mientras exclamaba sin recato alguno: “ay, pinche gordo”…

***

El chofer está preocupado. La patrona se enfermó de repente y así se fue y su sobrino se había hecho responsable de la flotilla mientras el marido regresaba de quién sabe dónde. 

Por momentos y a pesar de tratar de mantenerse despierto, el “gordo” dormita en el asiento del copiloto. Son las 10 de la mañana y el aíre gélido entra a sus anchas y recorre el interior de la colectiva desde las ventanillas delanteras. De alguna forma se debe evitar el olor a fiesta y desenfreno, pero los pasajeros lo resienten. 

Una señora habla con su hija por el móvil, la tranquiliza, ya va para el “deportivo” y en cuanto salga le enviará mensaje o le llamará para confirmar la recepción de la tercera dosis. “No pude desayunar pero me compré una gelatina en el parque… orita me la como… sí, ya te dije que sí… ajá… no te preocupes… sí, todo bien… okei”.

El “gordo” genera expectación entre los usuarios. Nadie entiende sus balbuceos, pero su amistad o hermandad con el chofer es evidente; si no, ¿cómo explicar su privilegio en el transporte público a esta hora y en esas condiciones?

El vehículo hace la penúltima parada. La siguiente es “el deportivo” y ahí descenderán. Un hombre se acerca la ventanilla del chofer sin dejar de gritar el destino de la unidad y observa al “gordo” en el asiento contiguo. 

—No chingues, cómo traes a este cabrón así…

—Déjalo, está necio que se tiene que vacunar pero ni papeles trae…

El aludido entreabre los ojos, intenta articular alguna frase pero las incoherencias se lo impiden… conmigo siempre se portó bien… 10 pesos, siempre me daba 10 pesos… neta, hasta me dijo que si dejaba el vicio me regresaba la chamba… ‘tes chingando…

***

Atendieron las indicaciones y formaron una fila. Son decenas de personas mayores de 50 años preparadas para recibir su tercera dosis para enfrentar al maldito SarsCov-2. Avanzan lentamente, pero sin retrasos de ningún tipo. La experiencia previa, la de las primeras aplicaciones, ha permitido a la gente del sector salud corregir algunas cosas y desechar otras. La organización ahora es evidente. 

—Por favor atiendan. Hay dos diferentes, una es Astra Zeneca y la otra es Moderna. Cuando lleguen al acceso principal le dicen a los compañeros cuál quieren recibir para que ellos les guíen. Es importante que traigan los comprobantes anteriores…  

La mayoría intenta decidir. En la pantalla de su teléfono móvil buscan respuestas, comentarios, diferencias. Unos y otros, todos, todas. 

La señora de los tamales le regaló un café. Se sentó en la banqueta mientras buscaba en las bolsas de la chamarra algo, quizá los comprobantes, o dinero. El líquido caliente resultó benéfico. Tal vez. No escucha desde su estado y muchos menos desde la distancia. 

Cuando por fin abre los ojos nota en sus manos dos papeles arrugados y sucios. A su lado hay un vaso con líquido negro. Se quita la chamarra porque el calor de la tarde es insoportable. 

Uno de los papeles es una copia fotostática de una credencial de elector que alguna vez fue suya. En el año de nacimiento se aprecia un borroso 1974 y la fotografía muestra a un hombre desaliñado, delgado, con facciones de día inexistentes y evidencia de noches interminables, como sus ojeras.

No hay tanta gente cómo esperaba, quizá se equivocó de día…