Cuando creemos agotar nuestra vida, es decir, cuando crecemos, estudiamos, hacemos una carrera o aprendemos un oficio, ahorramos, compramos un auto y una bonita casa, cuando, tal vez, alguien nos acompaña y compartimos juntos todo esto, y si el tiempo así lo da, los hijos aparecen como la vuelta de la rueda infinita para continuar la existencia, entonces parece que apuramos la propia vida en eso. ¿Qué más nos queda?, la pregunta tiene un sentido idealista, pero no práctico, puesto que en realidad poco se formula en algún punto del día, no hay tiempo para divagaciones de este tipo, la existencia apremia y la filosofía poco encaja en ella: vivimos, punto.
Clarice Lispector atrinchera la vida y la pone contra sí misma, a través de Juana, la niña, la muchacha y la mujer osada, melancólica, pero, sobre todo, insatisfecha. Tempranamente en el colegio, nos suelta el «uno es feliz, ¿para qué?», y la profesora no encuentra las palabras para explicarle, porque quizá nunca se había topado con esa pregunta de frente, no había tenido el tiempo suficiente, entre la vida y los vaivenes de la felicidad, para detenerse a pensar los motivos del para qué uno es feliz. Entonces aparta a Juana del salón y analiza a esa niña que juega poco, a la que no le gusta divertirse y que parece no tener expectativa de su vida en adelante, la invade un sentimiento de lástima y tristeza, pero ¿por quién?, ¿por esa niña que ha preguntado fríamente, como un sol de noche, o por ella misma que se ha descubierto ante la duda? Como si la profesora vaticinara lo que sucedería después, le pide a Juana que escriba la pregunta en un papel y que la guarde durante mucho tiempo para que, en el futuro, cuando se convierta en mujer, pueda contestársela ella misma, y aunque la niña no hace esto, en el transcurso y final de la historia podemos apreciar que, en cierto sentido, la protagonista descubrió de una forma cruel y hermosa para qué se es feliz, o infeliz, ¿son realmente contrarios estos adjetivos?
En Cerca del corazón salvaje observamos a una Clarice Lispector sumamente reflexiva, la que a cada paso disemina su incertidumbre existencial, pero también, y tal vez esto sea lo verdaderamente relevante en la obra, la descubrimos arrojándonos cual flechazos su apuesta y teoría, es decir, no es solo pregunta que se queda para el debate, sino que propone las salidas, las interpretaciones, bajo el lente de una fuerza femenina sí, pero que no se circunscribe exclusivamente a la mujer. Parece que en tanto humanos que aman, sufren y se deterioran, que mueren y renacen, Lispector oscila entre postulaciones universales y únicas, propias de su experiencia.
«Malo es no vivir», dice Juana a su profesor idealizado, y eso la mantendrá en un estado de constante búsqueda de sentido para sí misma, sin importar que en los demás no se encuentre la misma intención por desentrañar eso que se esconde bajo la persona. No hay mayor tristeza que la de aquel que vive sin saberlo, que abre los ojos cada mañana y recibe al día sin despertar; en esto no quería convertirse la protagonista, esta era realmente su insatisfacción eterna: una búsqueda —¿interminable tal vez?—, de la conciencia por la vida en la vida. Clarice Lispector nos da pauta para reconocer en la insatisfacción un modo de enfocar nuestro camino hacia la conciencia, ¿qué hay más valioso que un ser constantemente insatisfecho?