Crónica «Por los sitios de la Noche Triste» por Ene Riaño

De vuelta, en la cuadrante periferia. Si cruzas horizontal el puente de Alvarado, ése ser rojobarbado compañero de Cortés, ya estás en la colonia Tabacalera. Nadie grita sus mercancías, éstas expuestas ahí son agarradas por presurosas manos que van rumbo a Tacuba, como aquel espadachín ibero. Cascos y armaduras de hoy en día hay por miles.

No se puede llegar en tren. A pie es una mejor opción, en las angostas plazas entremetidas en los extensos pases peatonales, donde se cruza por la línea con calma o toreando, con riesgo de que un ciclista en contraflujo… Ahí, uno escucha por momentos, además de ensordecedoras sirenas, sabidurías que parecerían insospechadas.


Foto: Cuarto Oscuro

Circulando entre nylons, un hombre da al clavo del persistente comercio sexual de la zona circunferente al Monumento a la Revolución. Y es que de algo tiene que sostenerse la industria hotelera, una vez que Buenavista, la estación donde silbaba el tren se inhabilitó para viajes largos. Lo del por qué travestis aún guarda algo de misterio.

De variado fenotipo, tamaños, anchuras, presupuestos. A cada paso el cuchicheo de su jerga, fuera de cantinas, en semicallejones truculentos, a la puerta de establecimientos representativos de los partidarios tricolores, en la banqueta de la vieja Academia de San Carlos; rumbo al Down Town, ahí están.


Hacia delante. Avanzar, si los semáforos enloquecieran estaríamos perdidos. Kaos, terrorífico, y tan parecido a ese que casi a diario azules seres no pitufescos causan al obstruir el paso en pro del progresar.


Foto: Cuarto Oscuro

“Uuy, carne maloliente” le escuché decir exasperada a una pequeñina que juzga así su primer adentramiento a esta selva. A eso decía que huele aquí. A carne mal oliente, sí, pero ya no de españoles que aquí se quedaron muertos por montón hace 496 años y tantos.

Desdichados somos y nos convertimos en furias a la más leve obstrucción de Reforma, estructural pasaje con enanos rascacielos a imitación. El máximo paseo se insiste ha de conservarse como postal incrustada, como falsa estampa.

Mas cada día 28 se ve empañado el inicio de su recorrido turístico con romerías arremolinadas a las afueras de un viejo recinto de veneración, donde empezaron a caer, en vendetta del Tóxcatl, los blandos cuerpos cual blancas espigas de la caña. San Hipólito se ha hecho un Judas quemado de verde, sobre todo en octubre, entre danzas sincréticas.

El olor a orines emana, es la casa de los sin techo, ellos son los dueños y amos que de día prestan a ambulantes y peatones la vía por la que también los tlaxcaltecas, esos aberrantes catalogados de traidores cual Santa Anna y compañía, se caían ante la ofensiva de la herida Tenochtitlan.

Fue el marqués Pedro de Alvarado el motivo de la masacre; él, que antes y después también masacró; él, el resplandeciente Tonatiuh, el Sol que sin cortes se abalanzó. No sabía de jerarquías o si sí, se olvidó de ellas una vez que don Hernando se largó a la afrenta contra Pánfilo de Narváez. Ya después un tal Lope de Aguirre se habría afanado sin triunfo en seguir el malejemplo.

Hombres, caballos y oro hundidos ante la fangosidad de lluvia inclemente y lacustre. Enterrados en lodo con oro que les recordaría en la otra vida la grandeza del último aliento, el tesoro de Axayácatl.

¿Quién fue el que lloró bajo el árbol, quiénes lo rodeaban? No los virulentos. Para ellos, los entonces imperialistas tenochcas, fue una noche alegre, tal vez la última memorable, en la que se creyeron, al menos por instantes, todopoderosos, alumbrados por sus protectores que no los habían olvidado, y a los que después tuvieron que travestir, como lo hacen a diario las meretrices callejeras que pueblan ahora el paso.