Pistolas y espadas: letanía de la masculinidad XXI por Luis Romani

Mis palabras están en mi espada

Macduff en Macbeth

 

¿Qué significa ser hombre en el siglo xxi? En los últimos años se ha comentado mucho acerca de la revuelta de género, la inclusión, la ruptura de estereotipos, la aceptación de la disidencia sexual, identitaria, genérica, entre otras diversidades que han llegado a saturar la mente. No es mi intención agredir esos debates, tampoco quiero decir que no son necesarios ni válidos, todo lo contrario. Hay que seguir agudizando el enfoque de lo que se quiere obtener. Con el afán de dar registro y relato sobre la cuestión del género masculino ofrezco las próximas líneas para reflexionar los “golpes” que implican justo ahora en mi/nuestro tiempo el ser un hombre. Me voy a ahorrar todo el repaso histórico y apuntar solamente que, a lo largo de los tiempos, en la cultura occidental, ser hombre siempre ha significado gozar de privilegios y pagar un precio.

Ser hombre es, principalmente, una carga. Lo es, lo ha sido. Estoy hablando de masculinidad, de hombría, de pundonor viril. De eso que tiene que demostrarse para ser reconocido como varón. Sí, sé que el hecho de haber nacido con testículos otorga casi todo a la hora de construir la masculinidad, pero para mantener esa bendición hay que alzarla, ponerla a prueba, destacarla. Las acciones que cometa el hombre son siempre para eso, para demostrar que él es el hombre. Al igual que las otras identidades, la cuestión masculina también se ha visto perturbada, dominada por tradiciones ancestrales, exigida ser cumplida por la misma sociedad; los varones, aparte de ser verdugos, son sus propios esclavos.

El cine, las series y el internet pintan modelos de lo masculino, prototipos de hombres con requisitos que refuerzan el ideal tradicional, que lo recuerdan, lo mantienen vigente aun cuando pretenden replantearlo. En la breve letanía que viene a continuación, hablo sobre las representaciones de la masculinidad y el cuerpo del varón en tres ejemplos ofrecidos por la industria del entretenimiento.

 

Letanía de la masculinidad xxi

 

Poderosos

Los superhéroes, Avengers (y demás universos cinematográficos) son esa ola de súper humanos fortachones, hábiles, guapísimos, con iniciativa, genios científicos, conquistadores, playboy, millonarios, con el rayo y el trueno a su mando. Todos deseamos ser héroes, ellas quieren que uno así las rescate, ellos también, porque son increíbles, incluso su debilidad es asombrosa. Son líderes, señores de imperios, asesinos maestros, adorados, heterosexuales, con un alto sexapil; agresivos pero civilizados; dioses que caminan entre mortales: poderosos, perfectos y alabados.

Magníficos

Los guerreros en el Juego de Tronos, al contrario de los superhéroes, son caballeros salvajes, bestiales, pero con un gran respeto por el honor. Son guerreros distinguidos, espadachines machines, corpulentos, altos; prestigiosos jóvenes, barbados, imponentes, gentiles, leales, magníficos. En cada capítulo se le cuestiona al guerrero su edad; el insulto más fuerte: “niño”, o sea, débiles, inmaduros, lampiños (“A tu hijo le falta más vello en las pelotas para comandar un ejército”). Se les juzga su edad, el vello, la pureza de su sangre, su origen, su esposa. Son máquinas para matar a lo bestia, con honor; viriles, hiperatractivos, astutos gobernantes, estrategas militares, valientes, reyes sanguinarios.

Cabrones

Se puso muy en boga a los genios bandoleros y al narcotraficante. El mundo de las telenovelas tiene a El Señor de los Cielos, esta especie de vaquero, empresario y pistolero, fuerte, atractivo, viril, un macho. La serie Narcos mostró al enigmático Pablo Escobar, astuto, sin escrúpulos, amado por el pueblo, autoritario, temido y respetado, con bigote, jefe de jefes, un cabrón. Ambos personajes son líderes, al igual que los guerreros y los héroes (qué flojera las historias de hombres sin poder, ¿verdad?). Nadie quiere a un hombre subordinado, sino a uno chingón, bueno o malo, pasional, conquistador, ultramacho, cogelón, que pelea por amor.

Choque de armas

¿Qué tienen en común estos tres tipos de caballeros, cuyas características he recitado en una letanía de nobles adjetivos? Pues, son asesinos recompensados, vengadores de la justicia, triunfadores y burladores de la ley, quitan vidas y comandan ejércitos. Aquellos fabulosos varones masacran pueblos, destruyen ciudades de primer mundo, desobedecen reglas; son violentos, traicionan amigos, violan mujeres, compran rameras, bebedores natos; son misóginos con antiguos ideales muy bien inculcados. ¿Qué de divertido tiene ser hombre si no puedes ir a la guerra a despedazar más hombres con una pistola, machete o espada (armas muy fálicas, por cierto)? Cuál es el propósito o la recompensa de nacer varón si no puedes estar en un tiroteo, si tu cuerpo no va a tener registrado heridas, cicatrices de batalla, tatuajes, sudores. El cuerpo es la bitácora antrópica por excelencia del varón, es el único soporte que va a dar cuenta de lo tan macho que es el muchacho: brazotes bronceados o requemados por el sol; rasguños en la frente, la ceja o la mejilla; espaldas anchas con marcas de barras de acero, moretones, uñas, chupetones y pechos prominentes listos para ser golpeados, aunque sea de broma. Hay que pelear como hombre, pero también hay que sentir como uno.

Cuál es el sentido de ser hombre si no puedes vivir como un dios en tu propia cárcel, mofar a los militares y controlar la policía de Medellín, gobernar los Siete Reinos o salvar al mundo de extraterrestres bélicos teniendo como novia a Scarlett Johansson. Cómo se quiere que después del bombardeo de testosterona en los medios podamos no sentir frustración, por nuestra vida, nuestros cuerpos. El ideal de hombría está aplicado a espadazos, nos lo han metido hasta por el culo.

La guerra está mal, lo sé. Se vale soñar, soñamos. Por eso, tal vez, hay mucho fanatismo en estos contendidos, porque queremos ser poderosos, súper humanos, galanes. Sí, sé que estoy hablando de películas y alguien dirá: “son series, no pretenden imponer estilos de vida, es puro entretenimiento”. Exacto. Dentro del esparcimiento estamos consumiendo estos relatos de hombres, los vemos a diario, les dedicamos tiempo, es parte ya de nuestra cultura. No somos únicamente lo que heredamos, también lo que adquirimos en el camino. Somos lo que consumimos. Se reconoce verdaderamente la identidad al momento de reconocer lo que hacemos con nuestro tiempo libre, invertido. Quizá no logramos quebrar estereotipos tradicionales porque los seguimos idolatrando, nos gustan, aunque sean ficción, nos encantan (también puede ser porque ahí, en las historias de caballeros, es el único lugar donde se hace justicia). A pesar de que hayamos tenido a la Reina del Sur, una Mujer Maravilla y una libertadora montada en un dragón dirigiendo ejércitos, los hombres poderosos, magníficos y cabrones son más. Incluso la moda “ataca” y motiva esa antigua honorabilidad masculina. Sólo está rediseñada. Ya no hay dandis ni casanovas o príncipes codiciados, están los lumbersexuales, sporsexuales, el retrosexual, la vigorexia y todas esas tendencias que imponen el destacar el lado “rustico y clásico” de la masculinidad: el cuerpo, la barba, el porte, la altura, el bello vello, los músculos, los brazos de leñador, la espalda, las piernas de Heracles, el dinero de Iron Man, el cabello de Jon Snow o la mirada de Aurelio Casillas. Mas este ideal de hombría que se reproduce a diario ante nuestros ojos pone en evidencia que la mayor parte de sus espectadores, y una grandísima parte de la población, carecen de estos elementos. No somos realmente así, ni cerca estoy yo de verme como tal, pero la cultura popular, que pedimos y disfrutamos consumir, estimula a sacar ese guerrero, matador o bombón machista que otros sectores e ideologías buscan desaparecer. No hay congruencia entre lo que se exige con lo que se vive, parece que se olvidó el enfoque de la equidad; mucho ha padecido la mujer y demás comunidades sexuales, claro, pero ¿y el varón? El hombrecito que se idealiza a diario es el mismo que se pide desconfigurar por el costado.

Yo, tú, y el resto de los varones del siglo xxi no soy/son/somos poderosos ni magníficos ni cabrones, pero muchas veces sí solemos ser violentos, en diversos sentidos. Apunta Konrad Lorenz: “El comportamiento agresivo del hombre manifestado en la guerra, el crimen, los choques personales y todo género de comportamiento destructivo y sádico se debe a un instinto innato programado filogenéticamente que busca su descarga y espera la ocasión apropiada para manifestarse”. Son hombres que están/estamos haciendo casi-casi lo que sea para seguir demostrando que somos aquel tipo de hombres, el que admiramos en la tele o el cine, el dueño de esos cuerpos que parecen se construyen para arrasar en la guerra.