Perder lectores

Conozco a muchas amistades y compañeros de profesión (escritores indecisos, licenciados y licenciadas de las carreras de humanidades, entusiastas de la literatura, asistentes a diplomados o cursos de creación literarias) que se alejan de los libros por las más chabacanas razones: a los que peor les va, las precariedades de una vida sin empleo digno les embota la sensibilidad. Yo también tuve que estar frente a un mostrador moviendo sin sentido alguno camisas, sacos, mancuernillas, moños, calcetines y corbatas. Si la tienda estaba desierta, jamás se me permitía sacar un libro o mi celular para echar una ojeada a un poema. Eso da aproximadamente más de diez horas por día sin leer de martes a domingo. De escribir ni hablamos. 

A los que peor les va (en otro sentido) la abundancia económica les obliga a leer, corregir y redactar desde una perspectiva académica o empresarial. Los desechos del Marketing Digital o del proofreading se llevan su cuota de lectores. Ya ni hablemos de aquellos esclavos que se ven arrastrados a la docencia (especialmente la de educación básica). También fui uno de esos pobres diablos que al cerrar su libro tuvo tres o cuatro decenas de infantes esperando ser entretenidos por el maestro de español, comunicación, literatura, etcétera (y aquí puede usted, lector, meter la variante más abyecta que se le ocurra). 

Los que más aman la lectura, o como diría Vila-Matas, aquellos que están enfermos de literatura, resisten en la más ridícula soledad. Pero es también perder lectores. Incluso escritores. Así se nos hace estrecha la literatura, a comparación de lo abierto y amplio que es este suelo común en el que todos defecamos, dormimos, cogemos, comemos, morimos y (nos) descomponemos. No hace mucho tenía (confieso) la sensación de que había muchos escritores. Ahora sé que no son ni siquiera pocos. No me interesa aquí hablar de la calidad; se entiende que la exijo como cualquier lector. Por esto me inclino por los solitarios, los que resisten en soledad. Quizá por ello muchos de esos son los que leen en voz alta, para sostenerse hasta el final.

¿Cómo hemos de respirar literatura en el porvenir? Nuestra apuesta ha de estar del lado de la explosión coetánea del barrio, la cloaca, la prensa, el puerto, el fiordo, los golfos; junto a la de los vasos de vino sacro, de vino barato, de champagne, del lado de los que experimentan otras formas de lenguaje, en el armisticio de la alta y la baja cocina, desde las deudas históricas, los rascacielos, los sitios webs o las emergencias sociales. Del lado de los cuerpos y las máscaras, pero con las manos que sostienen aún desesperadas la tierra, por ejemplo, desde la Gran Muralla Verde del Sahara y el Sahel hasta las manos que sostienen (que escriben) la Antártida. Del lado de las co-escrituras, de los agentes no humanos así como de tantos y tantos ejercicios desapropiativos. 

No soy un sociólogo de la literatura o el arte, pero hoy más que nunca necesito respirar. Necesitamos más libros y más escritores; más apoyos y más movimiento del capital cultural (todavía tan estático). Necesitamos más pluralidad y entender que el arte  (literario en este caso) va más allá de los grandes centros operativos del Estado (FONCA, SNCA o todo aquello amparado del sello de la Secretaría de Cultura). Pero eso es arena de otro costal. Por el momento no quiero perder los distintos lectores que me habitan. Por ejemplo, al lector de crónicas bien le vendría salir del claustro al que ha sido condenado por mi codo, en complicidad con mi cartera. Así que aquí concluyo mi nota, apago mi compu y salgo a tomar aire fresco.