Sobre la libertad se ha dicho mucho. Que si existe o que si no. Que estamos en búsqueda de ella o queremos volver a tenerla. Pero para que estas sentencias tengan validez, habría que definirla primero. Y para no entrar en controversia con las diversas concepciones inscritas en lo filosófico, en lo político o en el campo ideológico que se le ocurra, seguiremos la definición de la Real Academia Española, la cual dice que la libertad es la facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos.
Bien, teniendo en cuenta esta sencilla definición, me atreveré a decir que no somos libres. Y para sostener esto, justificando la superficialidad de análisis por su brevedad, me situaré solo en el campo espacial en el que nos desarrollamos.
Comencé a tener esta reflexión gracias a la forma en la que me desplazco en la ciudad. Siempre por las banquetas, obedeciendo los señalamientos, viendo los semáforos, evadiendo baches, subiendo puentes o corriendo la carretera. En fin, esta serie de cosas, que al parecer son cosas banales, significan más de lo que expresan.
Los espacios que la ciudad aguarda están creados para que el hombre ande en ellos, pero no en libre albedrío, sino siempre siguiendo reglas que si no son seguidas, habrá alguna consecuencia (metáfora de la moral).
Después de las calles, los espacios que más habita el ser humano son las grandes instituciones, acá habría que hablar de las escuelas, inevitablemente, por medio de una analogía con el sistema carcelario. Las academias, como institución, obedecen a un modelo insensibilizado donde la educación es sinónimo de adiestramiento y no de enseñanza.
En las escuelas el encierro es obligatorio como medida de control. Su estructura física está dividida en diversas zonas para individualizar al hombre. Por medio del tiempo se establecen períodos monótonos que obligan a los ocupantes a realizar tareas determinadas.
El espacio y tiempo forman una relación con el humano de cuerpo – objeto con la finalidad de habituar a ejecutar acciones de forma repetitiva y velozmente para capitalizar el tiempo. Es decir, los alumnos de las instituciones educativas son puestos en salones aislados unos de otros, por determinado tiempo para realizar determinadas labores.
Estos salones tienen, en su mayoría, un aspecto triste gracias al color de sus paredes, además de que cuentan con pocas o nulas ventanas, que son una conexión con lo externo. Esto para que el alumno además de que se individualice, se interne en sí en busca de una reflexión.
En el sistema carcelario sucede lo mismo. El encierro del hombre busca que por medio de su soledad, se encuentre, pero lo único que ocurre es que el hombre al sentirse solo, siente que no vive y que solo al salir del encierro podrá hacerlo como una metáfora de la resurrección.
Otro aspecto de relación entre estas dos instituciones es la vigilancia. Tanto en la escuela como en la cárcel el hombre se encuentra, físicamente, en el centro, para ser observado por su subordinante. Este sistema de vigilancia fue llamado por el filósofo francés, Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar como “panoptismo”, haciendo referencia a una construcción arquitectónica ideada por Bentham, la cual consiste en una especie de domo con cópula de forma circular. Alrededor del círculo se encuentran cámaras que vigilan animales o personas. Este sistema se utilizó tanto en cárceles como hospitales, aunque lo podemos trasladar, mediante el análisis, a escuelas e iglesias.
Diremos pues, que el hombre carece de libertad desde que nace, pues aunque por derecho se pueda elegir, las elecciones lo llevarán a un sistema de instituciones en las que las reglas serán una medida de opresión y adiestramiento.