Ojalá pudiese llorar

Twitter: @aldoalejandro

Los caminos están preparados, listos para guiar con flores de hermosos pétalos amarillos, naranjas, lilas, blancos, rojizos incluso. Su trazo permite volver a sitios de viandas y sabores inolvidables de otros momentos, de lejanos ayeres transformados, precisos. Latentes.

Hay guías que se convierten en calzadas ansiosas de recibir pasos y dar la bienvenida que merecen en esta vuelta a nosotros, hacia el sitio del que jamás han estado ausentes porque siguen en cada gesto, en cada palabra, en cada movimiento y reto y triunfo, incluso vacíos y fracasos.

Algunos pensamos que recordar es dar pauta al olvido, otros sabemos que no es así y nos empeñamos en saberles cerca. Pocos en esta tierra tan nuestra de costumbres e historias nos atreveríamos a ignorar quiénes son y las razones de sus actos, sean cuales hayan sido.

Por eso la luz de velas y veladoras: para iluminar ese apartado donde están los nombres, rostros y ocurrencias y hacerles saber este reencuentro que no es tal porque no se fueron. 

Sí. 

Están aquí siempre: en las decisiones, las remembranzas, las sonrisas, las lágrimas, los abrazos y besos…

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El altar mayor tiene aroma de copal y figuras de florales colores vivos, como entonces. Como ahora. 

Por eso dejamos escapar una sonrisa mientras adornamos, exponemos y servimos. 

El dolor se transforma y pensamos en gestos, palabras y acciones. 

La flama juguetea y asciende y vuela y baila. Comparte la alegría de reconocer la vuelta porque los lugares vacíos en mesas llenas nunca son gratos. Ilumina rostros, detalles, palabras alrededor del café y el chocolate, el pan, la cervecita y el licor. A veces más, otras quizá menos, pero siempre con disposición al recibimiento.

Solo jugamos ocasionalmente y a veces platicamos por debajo de la luz, entre el mantel y la sal, cuidando de mantener el agua fresca, apenas probando un poco aquí y allá porque son muchos los lugares por recorrer y demasiadas las exigencias para una, quizá dos noches.

La última luna de octubre no quiso acompañarnos y decidió esconder su resplandor pero, pese a no verlo, sabemos que está ahí, en algún lugar de este nocturno, como nosotros: aquí estamos, pero ellos ya no pueden vernos…

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Avanzan bajo la oscuridad sin seguir un rumbo particular. Voltean hacia uno y otro sitio en espera de reconocer a alguien. Todos les ignoran. 

Los caminos de otros no son los suyos y al parecer tampoco hay bocas para pronunciar sus nombres. Esta noche, otra vez, será fría. 

Pese al nutrido movimiento en las calles y comercios nadie les observa. 

Allá viene un grupo de niños disfrazados de quién sabe qué cosas, pero pasaron de largo junto a ellos, solo uno de los perros se atrevió a gruñirles pero de inmediato fue increpado por uno de los mayores, los que se supone van cuidando a los pequeños.

Son nuevos tiempos y el pedir calaverita parece ser solo un recuerdo, aunque en algunos casos se ha mimetizado con costumbres extranjeras y ahora es de lo más normal andar tocando las puertas de algunas casas en espera de recibir dulces, muchos dulces. 

No hay duda, la sonrisa de los niños puede romper lo que sea, incluso tradiciones.  

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En esa casa no hay altar, por eso entramos. 

Una mujer bebé café sola en la mesa y en un sillón hay un hombre con la mirada perdida. Ambos comparten una fría sensación de soledad y las lágrimas amontonadas en sus ojos resisten la presión y mantienen la posición al borde del párpado inferior, aunque de tanto en tanto alguna es expulsada del grupo para hacer un reconocimiento general en la zona. No deben seguirla.

Sobre la mesa hay papeles con fotografías de personas desaparecidas. 

Uno se vio en ellas y se acercó al rostro de quien reconoció como su madre para pedirle sus flores y su pan y la luz de sus velas, pero ella no lo ve, no lo escucha. No quiere hacerlo.

Entonces se acerca al sillón y trata de abrazar al hombre que a esta hora y estas alturas simplemente ya no puede y se derrumba. Ella también sufre por no saber y resistirse a la posibilidad, pero hay un grado de esperanza y ha decidido aferrarse a él hasta que haya una tumba sobre la cual llorar.

Uno encontró su sitio y se quedará ahí, los demás decidimos salir porque ese no es nuestro lugar y ellos no son nuestros vivos. Por eso tenemos que seguir recorriendo calles y plazas y mercados. Encontrarles.

Mientras sigo al resto de nosotros, recuerdo antes, cuando decían que las lunas de octubre son las más hermosas. La realidad es que ya no las vemos. 

Ojalá pudiese llorar…