No voy a pedirle a nadie que me lea

Inspirado de la novela de Juan Pablo Villalobos No voy a pedirle a nadie que me crea.

 

No voy a pedirle a nadie que me lea, o que me tome en serio o que dé fe y legalidad de mi existencia. Cuando era pequeña, encontré una inofensiva distracción del mundo real en las caricaturas, en los libros y en los dibujos. Sin embargo, con frecuencia me encontraba siendo regañada por papá porque “no hacía nada de provecho”. ¿No te gusta que dibuje? Le preguntaba en mi mente, sólo en ella porque me inspiraba miedo su respuesta. Nunca fui buena en ciencias o matemáticas. Lo más “de provecho” que he llegado a sentirme ha sido cuando he impartido clases de inglés. Y hasta en eso me considero insuficiente.

De niña tenía la esperanza de convertirme en diseñadora de modas, en pintora, en soldado, en madre, en bailarina, en monja. Terminé convirtiéndome en (pseudo) escritora. Así, cuando alguien me pregunta al leer lo que escribo (he desistido de pedirlo también), yo respondo: la mitad de lo que has leído es verdad y la otra mitad no lo es. ¿Crees que yo haría un trío en medio del bosque? Ni siquiera lo piensa y niega con la cabeza. Pues nunca lo sabrán. Tal vez sería en la playa.

Encontré “No voy a pedirle a nadie que me crea” en el suelo, al lado de libros de Harry Potter, afuera del metro Chapultepec en la Ciudad de México. Había algo extraño en su portada, pero setenta pesos (¿o fueron ochenta?) me parecieron suficientes para un Premio Herralde de novela. Como si eso significara algo. Me lo llevo y leo las primeras treinta páginas en el trayecto del metro a algún sitio que no recuerdo qué objetivo tenía en ese día de mi vida. Leo a Ibargüengoitia mencionado en la página dieciocho. Siento un calorcito en el pecho. Ese nombre FEO me salvó de reprobar un examen en preparatoria. Menciona un autor mexicano del siglo XX, indicaba la comanda en el papel. El nombre no me decía nada, pero el apellido era inspiración por sí mismo, ya había una historia allí que yo quería saber. Aprobé. Nomás no me pregunten qué tanto fue lo que leí de él porque apenas recuerdo las instrucciones que inspirarán mi próximo texto.

Entonces, España, Valentina, las cartas, la madre hablando en tercera persona, un México retratado y retardado sin ser escenario como tal, Juan Pablo himself como héroe irrefutable a quien de una u otra manera se le acomodan las situaciones.

Después de darle muchas vueltas, y hasta de hacer notas y diagramas, llegué a la conclusión de que esta historia es como el relato clásico de la transformación de un héroe, que al fin y al cabo es la esencia de todas las novelas. El héroe que para transformar su futuro debe traicionar su pasado y a los suyos. Donde digo héroe digo pendejo.

Desarrollé un crush con Valentina. Irónicamente me sentí identificada también: era yo, patética y encantadora a la vez. O al menos así me sentía cuando en su diario mencionaba que

Desperté a las tres de la tarde con un agujero en la barriga. Lloré hasta las cuatro y media, sin fuerzas ni siquiera para levantarme.

Quise decirle a Valentina que el llanto un día cesa, quise besarla y darle ánimo. Ya no lloro, ahora vomito.

Recordé una teoría que escuché por ahí en una de esas pláticas que Epicureo califica como necesarias para ser felices: que los homosexuales son narcisistas. Valentina me cuenta que no sabe qué hace en España, con un hombre que no la quiere, apenas la soporta. Y me dan ganas de darme un tiro porque me estoy viendo sin verme. Pero a quién le importa eso.

Aquí escribo sobre literatura juvenil que no tiene intención de ser literatura juvenil, sobre mini tonterías porque no me da la cabeza para escribir más que un párrafo cada semana, sobre liturgia de la palabra, estrófagos, lesbianas, la levedad del ser, con palabras rimbombantes, etcétera, que yo no sé entender.

¿Cuál es la razón de que todo gire siempre en torno a alguien? Porque he escrito infinidad de cosas para personas y no las han leído. Ya me cansé. No voy a pedirle a nadie que me lea, o que me ame, o que me escuche o que me crea que llevé el libro a la presentación del Fondo de Cultura Económica y ya formada para que firmara mi libro Juan Pablo, tuve que discretamente alejarme por vergüenza de no tener más que setenta (¿o eran ochenta?) pesos para leerlo. Porque todavía no me pagan por escribir.

Porque las becas literarias y los concursos (como si eso significara algo) las ganan los hombres en mayor porcentaje (debo los números, no tengo paciencia para hacer investigación ahora y sí, ya sé que por gente como yo no progresa México), porque a Sandra Cisneros la tachan de sour bitch pues (supuestamente) dijo algo que no debía sobre el gran ejemplo a seguir que es Selena Quintanilla allá en el extranjero, porque me ha mandado a la chingada cuando yo lo único que quería era hacerlo feliz (obviamente mi único objetivo en la vida, darling), porque escribo para encontrarme y no está funcionando, porque mamá me dice que “debo” prepararle la cena a mi hermano de veinte años, puesto que soy mujer, porque matan a una estudiante en la UNAM y todos se alocan pero no vaya uno a regañar al niño de cinco años que le pega a su compañera “pues es su forma de mostrar gusto o interés por la chamaquita”, porque Más por Más dice que “no publica este tipo de textos” aunque se la pasa entrevistando a sus cuates escritores, porque la pinche Valentina es un personaje interesantísimo, que vale la pena conocer y aún así, similar al resto de los mejores personajes femeninos, está creado por un hombre. Por eso estoy resentida, por eso estoy harta y me quiero ir, por eso vomité ayer. Pero que nadie me crea que estos defectos no son excusas sino naturaleza.