Hace años, muchos, demasiados, durante el último informe de gobierno de José Guillermo Abel López Portillo y Pacheco, estaba sentado frente al televisor viendo todo el teatro en el Congreso federal. Debía entregar un análisis (resumen en ese tiempo) para no recuerdo qué materia de lo que era mi último año en la secundaria del pueblo, así pasé ese mil veces maldito 1 de septiembre de 1982.
No recuerdo bien a bien toda la jornada, solo que estaba súper aburrido pegado al aparato ese, sentado en un sillón de tres plazas acompañado por absolutamente nadie. Mis hermanos jugaban con los vecinos en la calle, mi madre y alguna de mis tías preparaban la comida en la cocina muy divertidas hablando sobre solo dios sabe qué cosas y los perros permanecían echados en su, nuestro, lugar favorito del jardín, un espacio verde entre tres hermosos árboles: un ciruelo, un cerezo y un peral.
En ese entonces vivía en casa uno de mis tíos, quien estudiaba administración de empresas en la Facultad del ramo de mi mil veces gloriosa Universidad Autónoma del Estado de México, y los fines de semana jugaba soccer en algún equipo de quién sabe dónde.
Recuerdo que llegó corriendo, sobresaltado, ansioso y expectante, se sentó en mi aburrido sillón y se quedó, como yo, pegado a la pantalla. Yo tenía un pretexto, una tarea, pero ¿él?, me pregunté quién en su sano juicio se atrevería a pasar horas viendo a un tipo de ese tamaño justificarse y fingir de todo para conseguir un poco de aprobación del pueblo y algo empecé a decir cuando mi tío, en toda su sapiencia y mayoredad me obligó a guardar silencio y estar atento porque iba a haber un golpe de estado.
Yo no tenía idea de qué carambas hablaba o lo que ello significaba, pero el tono en que lo dijo fue, por decir lo menos, aterrorizante. Había dicho algo del Ejército y yo había leído y sabido lo que el Ejército había hecho aquella noche de octubre en la plaza de las tres culturas en Tlaltelolco años atrás. Sentí miedo.
En mi pequeñez intelectual temí por la vida de los diputados y los senadores y los invitados especiales. Temí por la vida del presidente que, hasta antes de la llegada de don Carlos Salinas de Gortari, era sinónimo de desprecio, ojetismo y robo, además de referente obligado al hablar de enriquecimiento ilícito, abusos y excesos de todo tipo, color y sabor.
Solo para ilustrar. En el sexenio previo, el que comandó Luis Echeverría Álvarez, el verdadero artífice de lo sucedido en 1968 y 1971 para algunos, se dijo, como ahora, que México había acabado ya con sus recursos petroleros.
La mentira fue tan grande como la boca de la cual surgió.
Luego llegaron Miguel De la Madrid Hurtado, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa y nuestro ilustre esteta de la administración pública, enorme presencia y mejor talante, el mismísimo peña.
En preparatoria pensé que ningún otro presidente podría ser más odiado que López Portillo y su ridícula defensa de la moneda nacional. Luego llegó Salinas, quien recibió el desprecio de la raza hasta que se fue, porque a todos, exceptuando algunas honrosas excepciones, nos convenció de que estábamos a las puertas del primer mundo y todos nos comimos ese pedazo de pan; el desprecio popular hacia el promotor de las huelgas de hambre entre los personajazos de la política mexicana parecía inalcanzable: ni Fox con su ignorante rebeldía e internacionales traspiés, ni Calderón con todos sus pecados, lograron opacarle, hasta que llegó el actual.
El desprecio que una enorme cantidad de mexicanos sentimos hacia peña es no solo histórico, debería ser considerado para un record Guiness. Nunca como ahora tal cantidad de ignorancia, falsedad, banalidad, espejismos y mentiras, se habían conjugado en un solo sujeto y eso lo han visto quienes tienen el valor de reconocer que no saben leer, quienes duermen en casas de adobe, quienes con todo y maestría tienen que rifarse a manejar un taxi porque no hay oportunidades laborales…
Sí. Como siempre, los mexicanos hemos aguantado chingadazo tras chingadazo y creemos en milagros y forjamos esperanzas en cortezas de árboles y losetas humedecidas de tiempo y dolor.
Otra vez un reto de la naturaleza y otra vez nos levantamos: con nuestros muertos, con la pestilencia de esos cuerpos atrapados en la memoria y esa memoria apestada por la voz de un sujeto tan ignorante como apátrida. Somos millones y nos convertimos en uno para este país y nuestra gente. No por el inútil que cree que ha gobernado ni por el imbécil que aspira a sucederlo, porque todos, bien y mal, son oriundos y dignos hijos del mismo lastre del que ahora buscan deshacerse para aspirar.
Es cierto: el 2 de octubre no se olvida y algunos por moda y un inexplicable afán han decidido que marchar en las calles de las principales ciudades del país es “chido” y hasta solidario. Já.
México no necesita ni marchas, ni ocurrencias. El país nos necesita juntos deshaciendo y acarreando piedras y escombros fuera del área de peligro.
Entonces caben las preguntas: ¿estamos dispuestos?, ¿sabes que pasó el 2 de octubre y te indigna, pero haces caso omiso a lo que sucede ahora?
De verdad, como otros miles, espero que ya tengas una respuesta…