Bertrand Russel definió la libertad como la ausencia de límites para hacer lo que deseamos. Una definición que, por intuitiva, desemboca en complicadas consecuencias lógicas. Partiendo de la definición, podemos ver que, para que la libertad sea algo sencillo, las personas deben ser ajenas a los límites o desear la menor cantidad de cosas. Entonces, la libertad absoluta se alcanza solo cuando no existe límite alguno o cuando no deseamos nada. El primer caso implica la abolición total de la moral y el segundo significa vivir nada más sobre los ejes primarios de la vida: los soportes orgánicos, en el instinto inconsciente.
El primer problema para alcanzar la libertad es algo inherente en la naturaleza humana: el pensamiento. Esa cualidad que nos define como algo extraordinario.
El pensamiento es el ocaso del ser, es la causa de la total tristeza humana-realidad que torpemente intentamos negar todos los días-que fluye como el indomable pensamiento. Para retroceder hasta la inconsciencia de los instintos primarios, el hombre debe frenar cualquier arrebato del pensamiento. Se debe suprimir la metáfora idiomática que se crea en un mundo prelingüístico.
En la muerte del pensamiento perecen las esperanzas, los futuros y pasados, solo sobrevive el efímero presente. Entonces, la existencia se resume en ir y venir entre la vida y la muerte en cada instante. Solo en ese momento el hombre es libre, libre de sí mismo, libre del pensamiento que, a pesar de ser la causa de todas las cosas que ha hecho el hombre, es la razón primigenia de la desdicha, de la desigualdad y de la tristeza.
La moral es la crueldad de la vida. Es la consecuencia de que dios siga levemente vivo (espero que la alusión a Nietzsche sea evidente). Sin tocar las superficialidades del concepto de dios-ya que siempre llevan a una vulgar y tonta polémica-dios no es más que un elemento del poder. Lo que se entiende por “bueno” y “malo” son conceptos establecidos por quiénes mantienen una posición de poder. Para estas personas, la existencia de dios es meramente utilitaria: es una justificación y una herramienta para mantener el statu quo. Por eso, es natural ver como aquellos que se mantienen en el poder son los mismos que rezan en público y, además, son los que quieren que todo el mundo rece con ellos. Al ser la moral el campo que define lo “bueno” y “malo”, esta está relacionada con el inevitable control que genera una estructura de poder y esta estructura es una cárcel para cada individuo. Incluso los que se mantienen en la cima de la estructura son sometidos a la naturaleza estática de su mundo, a la futilidad de su vida que busca ser justificada por la ilusión del poder.
Podemos ligar el remordimiento a algo inherente en la naturaleza humana. Quizá, en algún estado primitivo, los hombres seríamos capaces de sentir remordimiento sin estar atrapados bajo una estructura de poder o en el laberinto del pensamiento. Ese remordimiento primitivo sería la moral de la naturaleza, la definición orgánica e instintiva de “bien”. Sería-para Cioran-la parte inferior del remordimiento, la parte poética, prelingüística y pre-sociedad. Pero este posible remordimiento es muy parecido al tan anhelado automatismo de la poesía. No se puede encallar en este estado inconsciente por el insaciable ruido del pensamiento. Perseguir ese posible remordimiento-que hasta ahora no lo he expuesto como algo real-es perseguir una utopía, es sucumbir a la inútil y ruidosa esperanza.
Así se define nuestro intento de libertad: como una utopía, una ilusión que colinda con las definiciones de dolor y pecado. La libertad, así como la moral, es un engaño para mantener el statu quo. Es uno de los ejes del jugueteo histórico e intelectual del hombre.