La chica, luego, se marchó caminando de esa forma un tanto naval que tienen los gordos de caminar, pero antes de eso sonrió a Jasper Gwyn, al despedirse, con una luz radiante en los ojos, los labios espléndidos y los dientes blancos. Se fue dejando la puerta abierta —caminaba un poco ladeada, como si tuviera que colarse por un espacio estrecho y lo hiciera para huir de todo lo que era.
En los días siguientes, Jasper Gwyn se esforzó por mantener la calma. En todo caso, el invierno le pareció inútilmente largo aquel año. Empezó a sentirse mal, de vez en cuando, de una forma que vino a describir como un repentino desvanecerse. Un día tuvo que entrar en una cabina telefónica y, haciendo un gran esfuerzo, marcar el número de Tom.
—No tengas miedo, te mando a Rebecca para que te recoja. ¿Dónde estás?
—Ése es el problema, Tom.
Al final la chica gorda recorrió todo el barrio en coche hasta que acabó encontrándolo. Se sintió inmediatamente mejor en cuanto subió al coche. Mientras se disculpaba, no podía dejar de observar aquellas manos gordezuelas que agarraban, aunque el verbo no fuera exacto, el volante deportivo.
—Una vez me dijiste que realizar el retrato de alguien es una manera de llevarlo de vuelta a casa.
Rebecca sintió una punzada en algún lugar y no logró ocultar una mueca.
—Llévame de regreso a casa.
Rebecca se pasó una mano por el pelo. Cogió la carpeta abierta, le dio la vuelta, echó un vistazo al principio del retrato. Unos de los más hermosos, maldita sea.
—¿Te acuerdas de qué libro es?, preguntó.
—Sí, se titula Tres veces al amanecer. Un buen libro. Breve. Que yo recuerde, la primera parte es muy parecida a este retrato.
—¿Tienes ese libro?, preguntó.
—No lo sé con exactitud.
Días después, Jasper Gwyn se encontró sentando en el suelo en un rincón de un ex garaje que ahora era su estudio de retratista.
—Me gustaría que posara usted desnuda, porque creo que se trata de una condición inevitable para el éxito del retrato.
—¿Dónde se pondrá usted?
—Olvídese de mí. Yo no existo.
Rebecca sonrío, e hizo una bonita mueca para decir que sí, que lo entendía, y que tarde o temprano se acostumbraría.
Se enroscaban. Probablemente el verbo adecuado era ése. Se enroscaban sobre el volante deportivo.