“My dear, you never will understand time, will you?
You’re always trying to be the things you were,
instead of the person you are tonight.
Why do you save those ticket stubs and theater programs?
They’ll only hurt you later. Throw them away, my dear”.
Ray Bradbury
Para mí, hablar de Ray Bradbury es hablar del hombre que cambió mi vida. Es por ello que este texto no puede ser más que un intento intranquilo de homenajearlo, así como de palabras altamente egoístas. A lo largo de los años, he tenido la fortuna de leer y analizar la obra de grandes escritores, algunos consagrados y otros que siguen dicho patrón; así como de autores que no dan el ancho, pero que igualmente reviso con atención. Considero que todos requieren el mismo respeto. La gente suele decir que dedica tiempo para leer, pero en mi caso leer es inevitable, no doy unos minutos de mi existencia a repasar páginas, no aprovecho únicamente los momentos de aburrimiento para cansar mis ojos con tinta. No, para mí leer siempre ha sido indispensable; pensar como escritora y lectora es algo que hago desde el momento en que abro los ojos y la tercera persona dentro de mí narra emociones que yo misma no he procesado aún, producto de un día que aún no he vivido. Siempre me he movido en el tiempo.
Cuando era niña, a muy temprana edad, descubrí ciertos autores y mantenía este pensamiento ingenuo de que si podía leerlos, de que si tenía sus libros en mis manos, era porque estaban vivos, literalmente vivos. Me llevé una sorpresa muy desagradable cuando me enteré, por ejemplo, que Edgar Allan Poe había muerto. En un intento por comprender que su vitalidad estaba resguardada en sus palabras y que jamás podría conocerlo en persona, me concentré para averiguar si su presencia seguía en el mundo. Cerré los ojos y traté de, según yo, olerlo o percibirlo por el mundo; pero no, Poe no estaba ya aquí y su vacío se sentía. Claro, por eso uno cuida los libros, el objeto es la memoria. Desde entonces tengo esta tradición cada que me entero de la muerte de un autor que me gusta. En la adolescencia cerré los ojos buscando a Dostoievski y a Shakespeare, y me desilusionó no hallar rastros de ellos, pero aprendí a apreciarlos aún más. Incluso en la universidad lo volví a hacer con Octavia Butler y noté que su falta en el mundo es gravísima, pero no sé cómo reparar su ausencia. Ése es el problema, nunca sé qué hacer con tanta ausencia. Es por eso que en junio de 2012, cuando mi hermano me mandó un mensaje de texto diciendo que Bradbury había fallecido, no me atreví a seguir la tradición.
A Ray Bradbury me lo presentaron en la secundaria. Una maestra dejó a los alumnos la misión de leer una obra del autor que ella asignara. Por lista, cada uno se levantó y recibió el nombre de su escritor. Llegó mi turno y la maestra dijo que me tocaba leer a un tal Asimov, así lo anoté y cuando estaba por emprender el corto camino hacia mi escritorio, me detuvo y me dijo que se había equivocado con otra compañera de nombre parecido al mío; a mí me tocaba leer algo de Ray Bradbury. ¿Quién diablos es? Aunque en ese entonces ya teníamos un acceso decente a internet, y seguramente Encarta me habría explicado una cosa o dos, decidí no averiguar mucho sobre él y simplemente leerlo. Me acerqué a mi padre y le dije que si podía traerme un libro de Bradbury…mi padre, quien es tan selectivo con lo que lee y ve al grado de contar con los dedos lo que realmente le ha significado algo en la vida, abrió los ojos y me dijo “¡Crónicas Marcianas lo leí hace años! Es estupendo, yo te lo traigo.” Con tan peculiar sello de aprobación esperé el dichoso libro, pero el libro no llegó. Mi padre me dijo que estaba agotado, toda una desilusión para él pues quería aprovechar para leerlo de nuevo. Al final me trajo Fahrenheit 451, que comencé y no comprendí. Lo dejé para el fin de semana y terminé leyéndolo en una noche. Cuando me tocó exponer frente a mis compañeros hablé sobre cómo era la primera vez que leía a un autor que me confundía de buena manera con su prosa más cercana a una poesía muy íntima, casi privada, especialmente en ciencia ficción; finalmente, le agradecí a la maestra por presentarme a mi autor favorito.
Elegir a tu escritor favorito no es una decisión que se deba tomar a la ligera, y algunos dirán que a esa edad no había leído lo suficiente para ser tan firme en mi elección. Ciertamente he encontrado otros nombres que me provocan o me llaman diferente, pero Bradbury es mi hogar. En esos tiempos fue increíble para mí saber que él seguía vivo.
Cada domingo que iba a librerías con mi familia y que tenía para gastar máximo $120 pesos, buscaba algo de él. Me sentaba tratando de elegir cuál llevarme en esa ocasión y muchas veces se me acababa el tiempo. No tardé mucho en comprender que ya había formado una alianza con Bradbury y que sus libros estaban ahí, esperando por mí. De igual manera, reconocí su presencia en películas, series de tv, y hasta canciones que se inspiraban en su obra. Comencé a unir los hilos de interés que me conectaban a él; también estaba interesado en el viento de octubre, también sabía describir el tiempo de una manera que pocos comprenden, también gustaba del Día de Muertos en México, también miraba bajo tierra a los huesos para describirlos y hacia arriba a las estrellas para profetizarlas. Pronto me encontré creando tradiciones que a la fecha sigo y que rodean su persona y lo que significa para mí, y no pude esperar mucho más para escribirle una carta.
A los quince años le escribí una muy larga carta a Ray Bradbury. La redacté en inglés con mucho cuidado, explicando lo que Something Wicked This Way Comes había despertado en mí a los 13 años, y lo que Crónicas Marcianas (que eventualmente pude comprar) cambió en mis sueños. El miedo a quemar libros, mi interés por reafirmar mi infancia, mis deseos de venganza, mi sangre derramada, mis deseos por existir en el espacio infinito, mi creciente filosofía interna; todo se lo conté en poco más de nueve páginas, ambas caras con mi letra pequeña y horrible. Pero mi corazón me traicionó, pues quería darle esa carta en persona, y nunca se me ocurrió que pudiera fallecer. De una u otra forma, estaba convencida de que un día lo vería frente a frente; no me interesaba un autógrafo o una foto, yo sólo quería conversar con él, quería saber cómo olía, cómo parpadeaba, quería aprenderme el patrón del movimiento de sus manos al hablar.
Así que cuando me enteré de su fallecimiento, genuinamente sentí que había perdido una parte de mí, una parte que además no había podido conocer totalmente; me faltaba una pieza. Destruí con furia la carta y lloré por días; traté de escribirle un poema, intenté releer de inmediato sus libros y me desesperé. Sentía una traición inigualable; me hacía falta y pasaron semanas antes de que pudiera conversar con él a través de sus textos. Como con todos los duelos, tuve que aprender nuevas formas de estar cerca y lo mejor era descubrir por mí misma qué era eso que me había marcado cuando lo leí por primera vez. La nostalgia, por supuesto, y es que Brabdury entendía muy bien el agudo pinchazo que la nostalgia provoca en el corazón. Él comprendía bien lo letal que este sentimiento puede ser, pues se trata del único que se mueve a través del tiempo. Mientras que algunos nacen y se encierran en el pasado, otros poco duraderos rellenan el presente, y unos más están dedicados al inalcanzable futuro; la nostalgia va hacia todos lados. Quien vive así sabe que morir de nostalgia es una posibilidad muy real. Se añora un pasado que acabó cuando terminé de escribir esta palabra; se encariña uno con un presente lleno de variantes, todas y cada una que exploramos en un segundo y que amamos por igual; se idealiza un futuro que a la vez ya extrañamos. La nostalgia nos lleva a través de todo, pero también nos aleja de la gente que simplemente no puede comprender por qué nos entristece acabarnos el café antes de tiempo, o por qué preguntamos una y otra vez si todo está bien, o por qué sonreímos cuando recordamos cosas que en realidad aún no suceden, pero ya estamos disfrutando. Podemos saborear en este instante platillos de nuestra infancia, pero también sentir la resequedad en la lengua cuando estemos por morir. Podemos sentir escalofríos de antemano por un miedo no explorado, uno que tal vez vivamos hasta dentro de diez años o nunca, pero que ya nos enseñó una lección. Podemos extrañar a las personas aunque las tengamos enfrente, porque son y no son y ya dejaron de ser, pero serán; y uno no tiene más remedio que llorar lágrimas de nostalgia porque todo eso lo vemos al mismo tiempo. Ray Bradbury me enseñó a navegar dentro de la nostalgia y a no morir en el intento. Y es que uno puede, por supuesto, estar muerto en vida, flotando dentro del tiempo, entre todas las conjugaciones verbales dentro de todas las probabilidades imaginables, dentro de todos los universos posibles. Perderse es fácil y fingir que se está bien en el mundo, también; después de todo, casi no hay personas que sepan lo que en verdad se siente.
Pero Bradbury sabía y era feliz. Dentro de todo este extrañamiento que provoca la nostalgia, él encontró una forma de abordarla desde la literatura, y creo que ésa es la razón de que prácticamente escribiera todo tipo de textos, desde poesía hasta adaptaciones para cine. Después de renovar mi amor y respeto por él por fin pude, hace dos años, seguir aquella tradición. Era octubre, porque no podía ser de otra manera, y cerré mis ojos para sentir su vacío…lo normal, pero no lo encontré. En vez de eso, hallé su vida. A diferencia de otros autores, él no sólo vive en las palabras que dejó como un legado inquebrantable, él está en todas partes, aún en movimiento. Se encuentra en la tinta que aún no seca de los borradores interminables de escritores indecisos, lo veo tomando aire fresco el primero de noviembre, lo escucho mientras escribe un relato tan sólo estando seguro de su título. Está en el polvo terrestre, en las arenas rojizas de marte y en las lluvias ácidas de venus. Está flotando por toda la eternidad con los astronautas que perdieron su nave, está caminando por las calles de Guanajuato buscando momias, y tomando nota de lo que dice un mexicano sobre la hipocresía extranjera que invade su pueblo y finge agrado. Está en el encuentro fuera del tiempo entre un marciano y un humano; y entre un hijo y su madre. Está en los gritos del niño que se cree hijo de Dios y en las vueltas temporales de un carrusel. Está en la sangre que no deja de correr por una herida abierta y en los tatuajes que danzan. Está en el polvo de cadáver y en el estelar. Está en la sonrisa de Mona Lisa que un niño conserva bajo su almohada, y en el viento que no siempre tiene las mejores intenciones.
Me sigue enseñando a no pisar mariposas, a cenar con dinosaurios, a reír de la muerte, a buscarme de niña y de anciana, a ver el teatro a través de las ventanas de hogares ajenos y a buscar amigos que estén dispuestos a dar el último año de su vida con tal de darme vida a mí. Y ahora mismo, mientras termino este texto, lo extraño, aún cuando está frente a mí, sonriendo por el movimiento de mis dedos al escribir.