Monzones, mito irreal  

 

Eran ya tan raros y difíciles de presenciar que cada vez que llegaba por esas tierras los monzones con los vientos del norte y las nubes cargadas de vida, el proceso era más de fotografiarlo o captarlo en video y cargarlo en las redes sociales holográficas que de salir a disfrutarlo. Nadie sabía si esa agua que caía era igual de tóxica y dañina que la de los lagos y ríos.

Los científicos por su parte, lo apuntaban en sus programas sistematizados de cálculo de fenómenos extra naturales y comenzaban a estudiar cómo hacer para repetirlos echando mano de la química, metalurgia, atómica, etc., y ya en la desesperación hasta de la magia y alguna religión.

Así las Américas, pero había un pueblo en una parte alejada del progreso donde se contaban historias, a modo de mito o leyenda, donde el agua increíblemente ¡caía del cielo!

Ya solo las dos viejecillas más ancianas del pueblo tenían un vago recuerdo de cómo se sentía la lluvia del verano septentrional sobre el rostro y el cuerpo. Las experiencias de ambas distaban ya de la realidad y diferían una de la otra, habría sido tal vez porque las ansias de volver a sentir el olor de la tierra barnizada con los colores vibrantes de la humedad y el pelo largo, mojado y pegado a la espalda eran muchas, o bien quizá porque el deseo iba distorsionando la realidad vivida, que a nadie constaba que sí hubiera sido vivida.

Al inicio, comunidades enteras buscaban a las viejitas para escuchar las historias en torno a los recuerdos de las sandalias empapadas y resbalosas; pedían las narraciones en las que el granizo (cosa más inverosímil aún) caía llamando por nombre propio, a cada uno de los niños a los patios y las calles.

Extranjeros incluso montaban viajes solo para oírlas emular el sonido del agua cayendo en el mundo y bañando toda superficie.  Fueron grabadas y de sus historias nacieron libros y cuentos igual de increíbles donde por las tardes un líquido entre blancuzco y transparente cubría todo ser animado o inmaterial sobre la faz de la tierra.

Todos oían a sus bocas de más de cien años (una de ellas no llevaba cuenta ya de sus primaveras porque dejó de contarlas cuando eran tan secas como tardes veraniegas), pero todos dudaban también que aquello fuera realidad. Parecían ya tan ficticios esos pasajes de las inundaciones y la duración extensa que tenían las aguas celestiales que se llegó a popularizar la teoría que aducía mentían a causa de la senectud.

Lo que, por ley humana, dura unos segundos una vez cada tantas decenas de años, no es lógico que ciento y algo de años atrás durara meses, dijeron.  El mundo narrado dejó de ser mito y se confirmó con lógica que era mentira. Ya nadie llegó, nadie viajó ni oyó ni creyó.  El secreto se fue con las abuelas y ya solo ellas supieron si aquellos aguaceros un día fueron ciertos.

Mientras la vida y los recuerdos de “las viejitas lluvia”, como les llamaron, se iban borrando, cada vez más jóvenes y adultos trabajaban en las crecientes fábricas de agua hecha con químicos con base en un 0,00001 de uranio.  Las fábricas de agua a precios altos se multiplicaban y el slogan de los vasos comerciales rezaba: Lo que es bueno no es barato.

Desperté, y mirando al vacío comprendí que el enredijo creado por mi cerebro podría volverse tan cierto como el agua de lluvia que oía caer afuera.

Sin petróleo, oro, plata y diamantes podemos vivir, sin agua no. Basta ya de sueños y de buscarla en otras esferas, es momento de llevar a la realidad cualquier movimiento de salvaguarda de este tesoro, unirse, despertara todos juntos: preservar.