Minificciones de Stivaleit Guerrero

Blanco y amarillo en el asfalto

Cinco de abril. Siento mis ojos fundirse en las cuencas a lo alto de mi rostro, como dos huevos estrellados en la sartén de la parrilla de tu casa. Camino por el parque España. Cruzo. Los coches se detienen a mi sombra, y el sonido con el que me callabas los demonios ya no me toca. Avanzo hacia ti y hacia todas las cosas. Pienso en cómo se derriten estos dos óvalos rotos en tu boca y cómo bajan por tu garganta, que se me antoja.

 

Campaña de pelucas

Dices que mi mejor atractivo es mi cabello, y yo te comento que ya no quiero donarlo. Dónalo, dices también. Y dona tus cejas. Dona tus pestañas, el vello de tus brazos blancos, el vello de tu ingle, de tu sexo y de tus piernas. Dónalo todo. Después, encuéntrate hermosa, desnuda. Te pareces a todas ellas. Excepto que te has quitado la máscara, y la has donado completa.

 

Jardinero

Por allá arriba hay un suplemento que enerva los tallos y recoge los cambios. Es tu jardín. En tu jardín solo tú conoces las lisonjas.

Hablas de la muerte como si hubieras muerto. La conoces. Pero no me sorprendería que ella no te conozca a ti. Nunca has estado ahí pero estás ahí. Hablas de semillas, de la mugre en las uñas, en la ciudad. Hablas de los perros y de cómo ladran para espantar la muerte. Pero no se espanta. Juega con los perros. Juega contigo. Y después los perros juegan con ella. Le toman cariño. Hablas de ahogados como semillas en el océano. Y quisiera que me hicieras florecer. Tú, no la muerte. Tú hazme florecer. Tú, plántame. Tú riégame. Y luego, tú mátame.

Qué bonito escribes.

¿Qué nace de un ahogado? Te preguntan.

La sal. La sal que le da al mundo su sabor.

Y yo.

Nací ahogada. Se me traban las palabras en la garganta. No en la lengua, en la garganta. Y me gustaría que de la lengua me las salvaras. Ah, pero qué mala rogación. Qué tonta soy, qué tonta, qué… Sácame las palabras como me sacaste los pensamientos. Sácame. Y luego, tú, regrésame.

 

Las gargantas

Una cerveza rubia muere encima de la mesa, la única que se tambalea. No sabemos si es por la música que las gargantas entonan, o por el pedazo de madera que el piso no toca. Odia su existencia porque sólo sabe hacer que lloren los ojos al ritmo de la boca rota y de las canciones en bisonetos de José José.