¡Qué placer tan monstruoso! Beber ahogando la sed en este desierto inundado de otros dipsómanos. Cada día nublado, llego inconsciente del tiempo, pero puntual a mi cita con ella.
Me asombro como un bebé gigante ante tal presencia claroscura y de belleza tan profunda, cada vez que con su peso toca la mesa para aligerar mi existencia.
Y con un instinto vitalmente mortífero me dispongo a probarla y alejarla de mí. Tomo una pausa alargada, pensando en odiarla como a lo tan querido, pero me condeno como el acérrimo veleidoso que soy y planto mi mano en su cuerpo helado para susurrarle el sol que me provoca. Me apresuro en el vaivén del hastío agridulce de ese sentimiento y la consumo.
La mesera se aproxima y sólo vocifero en mi mente: déjame en paz. Aunque sé que le pediré otra versión de ella, y que cuando vuelva a tenerla en mis manos será la única y la mejor. Entonces voy a ir a ningún sitio porque dentro de mi docta ignorancia cualquier infierno donde sirvan cerveza es un paraíso.