Minificción por Paola Iridee

Fuga

El tren se aleja mientras mis párpados se cierran –y abren- lentamente un par de veces. Pareciera que el tiempo se detuvo. Yo sé que bajé, en esa última estación; ¡yo me vi! Sin embargo, aquí sigo, viendo el discurrir de los otros pasajeros con pesadez, como si se me fuera toda la vida en ello. De reversa, me siento en un mueblecito verde, no junto a la ventana aunque el asiento esté desocupado, y el mesero –que igualmente viene de reversa- deja en mis manos un café a medio sorber. Veo mis manos acudir a mi lengua y labios suplicantes por café, acercándoles la taza; el líquido aumenta con cada sorbo que le doy. Otra vez miro a la ventana –porque alguna vez, yo la miré-, y la taza llena ha desaparecido de mis manos.  Duermo.

Cerca de mí, intuyo el silbido del viento –alguien ha abierto su ventana-, y la muerte se nos mete. “Un tren bala, un tren bala…” escucho a lo lejos. Su voz parece dudosa como una sombra; borrosa, imperceptible… pero la percibo yo. El nuevo ritmo lento de las cosas me hace girar la cabeza, y me encuentro de cara con un desaliñado. Él me sonríe. Yo no puedo sino mirarle los dientes podridos. Una voz clara y suya me dice: “Se llama bala porque mata. ¡No me hagas caso!”. Y se va. Entonces aprieto fuerte los ojos, me llevo las manos al rostro, la luz penetra lo oscuro y regreso, justo a mi sitio, ahí, de espaldas al pasto…