Ensayo «Mean Reds» por María Fernanda García Reyes

La reticencia a escribir no es, como se piensa, a la posibilidad de presentar una historia cualquiera, de “ponerla ahí”. Más bien es la cobardía que, intuitiva y justificadamente, emana de los riesgos de deshacer el entramado de años y años. El riesgo de la exploración de los terrenos es jamás salir de ellos. Al mismo tiempo, el espacio físico es la tumba en que nos hemos enterrado. El apartamento de Holly Golightly en Breakfast at Tiffany’s, por ejemplo, es un recipiente temporal que se llena con el bagaje de la protagonista. Tan dinámico como ella, puede ser el puente para la definición de nuevas personalidades (llámense Reina de las Pampas o Mrs. Rusty Trawler), pero se desencanta al terminar la noche y vuelve a ser el recordatorio de Lullamae, que la perseguirá hasta su cabaña africana. Holly podrá escapar múltiples veces del espacio físico que la constriñe, pero ello no implica su separación de Fred, Doc o la pobreza, terrenos oscuros que no se limitan a Tulip, Texas, o al este, a “tierra Somalí”. Mientras avanza la novela atendemos al proceso mediante el cual Holly se des-define (niña asustada al mismo tiempo que mujer glamurosa), pero también a su estancamiento en el presente: desaparece del texto en el momento justo para hacer de su viaje una ilusión. Si el narrador avanza con su vida, de la que Holly no es más que un fragmento, ella se queda etérea en la mente del personaje y del lector.

En una fiesta de departamento, E. plantea: si te encerraran en un cuarto gris por el resto de la vida, ¿qué llevarías contigo? Al pensar la respuesta me defino y des-defino en cuestión de segundos; no hay favoritos para llevar, no podría someter a mi hermano al encierro (aunque quisiera), nada puede hacer feliz a una persona más de quince segundos. Y en esos quince segundos que toma lanzar la pregunta, me desmorono ante los mean reds, que existen sólo en la apropiación del sentimiento “Suddenly you’re afraid and you don’t know what you’re afraid of”. Si encontrara algo que me hiciera sentir tan bien como para llevármelo a un cuarto gris, desempacaría y le pondría un nombre al gato.

También es absurdo mentirle a un niño, haciéndolo distraerse del inminente dolor de un piquete. Sabe que viene porque es consciente del proceso al que está sometido, de que sus células absorberán la T3 mediante transportadores orgánicos; cada inyección aporta a los tejidos y debería regular el yodo y las hormonas. ¿Por qué no explicarle que dolerá mucho? Se condiciona a los niños a una conducta evasiva, como si contestar con el absurdo aliviara el sufrimiento. “¿Qué leche compras?”, por ejemplo. De soya, aunque no debería porque la soya evita que el Eutirox se absorba correctamente. ¿Cuál es tu canción favorita? Moon River.

No tardo mucho en entender que la pregunta es retórica y la inyección sucede sin importar la respuesta. De repente no hay canción favorita, autor favorito, libro favorito ni película favorita. Responder una pregunta no distrae del dolor: intensifica los segundos de preparación, me aturden los tres golpes a la jeringa para sacar las burbujas antes del piquete subcutáneo. La regularidad es parte fundamental del tratamiento. Tres golpes. Alarmas a las 6 de la mañana, y por fuerza estar en casa a las 6 de la tarde para que pregunten, de nuevo, cualquier cosa. ¿Qué quieres estudiar?, por ejemplo. Y en ese sometimiento lánguido me parece encontrar lo insólito: la razón por la que no tengo favoritos.  

Entonces no se puede decir que la película atienda a algunas complejidades de escape y a una definición de identidades post-guerras que el libro sí; por ejemplo, la urbanización y los personajes que trastocan la rutina. Holly está de pie en la frontera de la modernidad, donde la naturaleza se urbaniza y las mujeres se preguntan si la definición del todo es la maternidad y el matrimonio, donde se descubre el glamour en la soltería y el cinismo ante la sociedad. Vacía y sin lugar, Holly es un molde universal de cualquier mujer que pertenezca a una narrativa de la gran ciudad. Truman Capote la rescata y le permite rellenarse continuamente con el contenido subversivo de una nueva narrativa femenina. Audrey Hepburn traiciona a Holly, atándola a George Peppard una tarde de lluvia y fijándola para la posteridad.

Como por intuición, sé que la luz está prendida. Posiblemente lleve noches seguidas encendida; posiblemente sea sólo ilusión, sólo el recuerdo trastocado de los contraste violentos y la clandestinidad en que las mujeres desesperan. Marcela Lagarde se quema, página por página (trece años pensé que ardía Alda Facio, pero no). Puede ser que no sea fuego, sino la luz del pasillo y las páginas no se quemen, pero sí se rompen y destruyen.  Los cautiverios de las mujeres: madres, esposas, monjas, putas, presas y locas suele ser un libro que cobra más de tres tazas de café y un arrebato de locura por la emancipación. La culpa, un invento muy poco generoso (Andrés Calamaro sigue siendo grande) puede esconderse en el terreno de 15 metros cuadrados donde mi padre se entierra mientras mi madre se entiende oprimida por el matrimonio, por la sociedad patriarcal.  

Las mañanas de cumpleaños dejaron de ser intolerables cuando mamá se resignó a hacer una elipsis en la historia de “un día como hoy, hace tantos años, a las ocho diecisiete de la noche…”. Igualmente se agotó la Canción para despertar a una paloma morena de tres primaveras, aunque no tengo duda de que sonará en alguna ocasión especial: mezcolanza de nostalgia y felicidad, de esas tan fuertes que se tachan de cursilerías para no tener que cargar con la responsabilidad de apreciarlas, para no verlas en retrospectiva.

La eliminación de ciertos rituales no es esporádica, natural y diseminada; tampoco es posible una disminución de amor  paternal, maternal o filial. Más bien existe una ruptura parcial de la unidad familiar conservadora y un régimen sustituye al anterior. En el noventa y siete, por ejemplo, se le ocurrió a un tío concordar mi cumpleaños con el casete de Serrat que contenía Canción infantil; en el 2000 somos dos y no podemos compartir canción pero compartimos la narración ritual del modo, la fecha, hora y lugar de nuestros nacimientos respectivos. Para 2005 ninguno quiere seguir escuchándola, ninguno cree en ella. La hemos reemplazado con las particularidades: mi hermano nació en la Beneficencia Española cuando yo estaba sometida a un régimen pediátrico y de ballet por luxación de cadera. Ninguno cree en el amor, estamos desvinculados de toda jerarquía familiar (tenemos dudas fuertes sobre qué es una familia), trascendemos códigos sociales y nos movemos hacia el plano de individualidad más desolado.

La adaptación cinematográfica de Breakfast at Tiffany’s hace cuestionamientos impropios a una Holly falsa. Por ejemplo, condiciona a uno a pensar que Fred, su hermano, es irrelevante. El narrador deja de ser Fred (parte de la dualidad de su personalidad a lo largo de la novela) y se asume Paul Varjak, por quien el lector no debería tener la más mínima consideración. ¿Qué es Paul Varjak para Holly? ¿Qué era Fred? Inevitablemente, los cincuentas imponen guión en Holly y la conducen hasta el conducto de familia nuclear inescapable, sustituyendo las prácticas poco usuales de Miss Golightly por la imposición de la domesticidad.

El único vestigio que me queda de esos cinco días es el miedo. En la cabeza de mi madre, me entero, hubo siempre un punto rojo que parpadeaba; sospecho que fue un camión de bomberos a control remoto con el que mi hermano jugaba en el terreno donde solía estar mi papá (y donde de repente ya no estuvo). Miento por omisión: también conservo un alhajero (un cajón abajo y un espejo arriba) forrado de terciopelo, y rellené esa cajita con cerditos PollyPockets, una gran familia. En ese momento, mi estabilidad emocional dependía de esa rendición al espacio doméstico opuesta al caos de las peleas y los vidrios rotos. Vivimos en los escombros durante cinco días.

El foco rojo (que también pudo ser la alarma de la puerta o el indicador de gasolina) que se comunicaba con mi madre la hizo subir a la Voyager roja y nos embarcó de repente a algún lugar en el D.F. Mi primer contacto con la ciudad desbocada fue esquizofrénico. El punto rojo daba vueltas y vueltas en la cabeza de mi madre como sirena de ambulancia, aislándola de todo pensamiento coherente y articulado. Palabras como “lejos”, “nunca”, “huir” o “adiós” se debieron mantener encendidas como ventiladores en su cerebro inflamado y desnutrido. Un Holliday Inn con vista al metro implica una disrupción constante de la tranquilidad requerida para conciliar el mínimo de sueño que mi madre necesita.

Durmió hasta que una tía nos rescató. Mi madre no paraba de llamar a recepción y preguntar por ella, aunque ya estaba con nosotros. Jamás lo he preguntado pero esos cinco días que me tomó amueblar la casita de plastilina y reconstruir mi régimen familiar perdido debieron ser los mismos que ella llevaba sin dormir.

Hay retornos a la normalidad peligrosos; otros son simplemente ilusorios. El foco rojo sigue amenazando y se ha vuelto una fobia. Mi madre recurre a su psiquiatra para entender que el foco existe, que el cerebro se inflama, que el café en exceso provoca estimulaciones innecesarias, que la paranoia es causada por no tomar Rivotril o Citalopram o ambos, en fin. Mientras, tengo un sueño recurrente que se motiva con el miedo rojo a despertar y que mi madre se haya ido, de nuevo. O a despertar y no haber salido de esos cinco días en los que yo dejé de creer en mi padre y vi cómo la violencia y el estrés revientan. En febrero, dos o tres años después, al conocerme mi endocrinólogo (mi narrador) no puede dejar de preguntarse por qué tardaron tanto en detectar mi hipotiroidismo. No es tan ilógico, me gustaría decirle si siguiera vivo.

El reconocimiento de Holly Golightly en su versión cinematográfica es, aunque infiel, resonante de la personalidad dispersa y paradójica de la protagonista. Tras una crisis debe existir el procedimiento de reconfiguración y búsqueda de la comodidad, actualizarse, actuar el punto de ruptura una y otra vez hasta llegar al grado de independencia necesaria para vivir en Tiffany’s. El riesgo lo presenta la versión de Audrey Hepburn: ser nada más que un reflejo en el aparador, no consciente de que se está afuera pero sí de que no se está dentro. Los matices de desenvolverse como Holly Golightly son esos: en el fondo, el gusanillo de domesticarse, entrar a una escena comercial de correr bajo la lluvia en dirección opuesta al aeropuerto. Inmediatamente después viene el miedo de reproducir el pasado como líquido frío que se desliza bajo la piel: ¿quieres acabar como tu madre, como la Holly de la película? ¿Qué o quién es Paul Varjak para mí?