Como cabría suponer de antemano, el perro es una figura que aparece poco en el Corán. Y si lo hace, está en su calidad de cazador, guardián o apestado. En el Sura VII (para referirse al judío) se alude al perro que ladra si te acercas como si te alejas, en evident burla. Pero la forma en que el perro te devuelve la mirada es una cosmogonía en sí misma. Marca de los sistemas incapaces de descentrarse, el perro no deviene, de la misma manera que el hombre tampoco. Nada más extraño para estos sistemas que una formulación como la que hace Donna Haraway en el Manifiesto de las especies de compañía. Ni la meliflua complacencia con que bombardeamos a los perros en gran parte de Occidente a través de besos y mimos neuróticos, ni el bloqueo ontológico que sufre en gran parte de Oriente. Ni el mejor amigo ni el guardián, sino la historia y evolución compartidas, así como la potencialidad anidada, virtual y escondida entre humano y perro.
Pero hay meandros y múltiples matices en esta relación. El perro como símbolo es de larga tradición en ambos mundos. No me sorprendió que Orhan Pamuk esparciera perros (especialmente sus ladridos) a todo lo largo de su novela más famosa Me llamo rojo. En esta ocasión el perro es un augurio. O mejor dicho, el perro es una presencia anodina, superflua, cotidiana incluso, que tiene, no obstante, un potencial terrible: anunciar la catástrofe.
El perro huele lo que se mueve en las sombras. En su condición de excluido del hogar, detecta los caminos ocultos por donde transitan los hombres que buscan el anonimato. El perro, por lo tanto, ladra siempre de manera ominosa. Es apenas en el tercer capítulo que Pamuk le da voz a un perro: es lo vil que se pronuncia, que acecha y camina casi libremente, por las calles del imperio otomano.
Evidentemente la novela plantea un discurso alrededor del arte (especialmente la pintura) con la fachada de una típica novela de suspenso (asesinato y todo de por medio) cuyo fondo te arrastra a una reflexión (o tortura) en torno a las paradojas de la individualidad. Filosófica y estéticamente, la novela es un portento que te hace preguntar por el verdadero crimen detrás de la trama, por la encrucijada irremediable entre Oriente y Occidente.
La trama del libro se desencadena cuando el sultán de Estambul encarga a un grupo de artistas la creación de un libro ilustrado en el estilo europeo, desafiando así las tradiciones artísticas, sobre todo las religiosas, establecidas en el Imperio Otomano. Este encargo provoca tensiones entre los miniaturistas, ya que algunos ven esta innovación como una amenaza de verdaderas dimensiones cosmológicas. Sucederán dos asesinatos y un hurto a la página más importante de dicho libro.
Sobra decir que los perros no son el elemento central de la obra, pero los rescato porque es justo en los momentos de mayor tensión, donde Pamuk hábilmente hace ladrar a los perros. De la misma manera, casi al inicio de la novela, un perro nos ladra, nos habla:
Soy un perro y vosotros, que no sois criaturas tan racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían. Los perros hablan, pero solo para el que sabe escucharlos.
En efecto, Me llamo rojo puede leerse como la historia de una catástrofe en ciernes. En los peores momentos de Negro, Sekure, El Tío, Cigüeña, Mariposa y Aceituna ladra un perro. Parece ser una semilla que el narrador implanta para un doble efecto: el primero ya lo he descrito, pero el segundo es de un impacto mayor. Me refiero, por supuesto, a cuando se devela la página robada por el asesino que detona toda la trama. La perspectiva impura (desde la tradición islámica, es decir, la de los maestros francos) es potencialmente revolucionaria: en esa página un perro posee la misma estatura (ontológica) que la del sultán. Hay mucho de Umberto Eco (en su novela El nombre de la rosa) en esta revelación: si en el autor italiano la risa puede derrumbar todo, aquí ese honor le corresponde a la perspectiva.
La fórmula no está exenta de sus cuitas: sí, crear es crear mundos, crear es crear posibilidades. Pero la tristeza final del asesino y de Negro es la conciencia de una imposibilidad en el seno mismo de la individualidad. Oriente y Occidente padecen de lo mismo. En el Corán ocurre algo parecido como ocurre con la Biblia y su trasfondo pagano: pasión reactiva, defensa como ataque, pasión triste diría Spinoza. La tristeza que ven los perros en la oscuridad de la novela de Pamuk, y acaso la tristeza terrible en el corazón del Corán y la Biblia.